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- 00 00 PORTADA LIBRO DE LA BIOGRAFÍA DE PITÁGORAS 

Tenemos el gusto y honor de presentarles dos biografías de Pitágoras, las cuales fueron escritas por dos autores de renombre con una gran reputación al respecto de su conocimiento, sabiduría, buena intención y honestidad.

 

Por diversos intereses de algunas familias “dueñas” del poder financiero y político en el transcurso de la historia de la humanidad, estas dos biografías fueron ocultadas al público durante mucho tiempo por motivos obvios. Por estos y otros inconvenientes, después de conseguir la autorización del copyright, hemos realizado con mucho cariño y gran satisfacción, un gran esfuerzo de recuperación de estas dos obras biográficas, especialmente con el libro de Josefina Maynadé, escaneando de su libro hoja por hoja para poder presentar su obra de manera segura, completa y bien recuperada, como para poder ofrecérsela altruistamente a todos nuestros amigos y todas aquellas personas de bien que tanto aprecian la buena lectura, la buena intención y la Verdad.

 

"La mejor defensa no es un buen ataque, simplemente es estar en el lado de la verdad y del conocimiento. Con la VERDAD por delante; ¡¡¡No existen fronteras para hacer lo CORRECTO!!!" (m.p.)

 

Decir, que dada la enorme diferencia de épocas en las que fueron escritas las dos biografías de Pitágoras y que presentamos en este lugar, lógicamente existen algunas pequeñas diferencias entre una y otra, lo cual viene a complementar y a enriquecer aún más si cabe el registro público de la vida, obra y enseñanzas de este gran filósofo, matemático y maestro espiritual.

 

Esperamos y deseamos que disfruten tanto como lo hemos disfrutado nosotros con la desconocida, pero apasionante vida de Pitágoras, el Maestro de Samos, en donde la Buena Intención y el Amor en sus muy diversas facetas, son los dos grandes protagonistas durante toda la vida de Pitágoras. ¡¡¡GRACIAS!!!

 

Mariano Peinado

FIAPBT & IADCRO España

https://www.facebook.com/FIAPBT - http://www.fiapbt.net

 

- 00 00 00 00 00 PITAGORAS ESPAÑOL  //// - 00 00 00 00 00 PITAGORAS INGLES

http://www.fiapbt.net/pitagoras.html - http://www.fiapbt.net/planeta.html     //    http://www.fiapbt.net/pythagoras.html - http://www.fiapbt.net/planet.html

 

        @ Pitàgoras y amigos. MEDITACIÓN:                  @ Pythagoras and friends. MEDITATION: 

 https://www.facebook.com/PITAGORASMEDITA       ////        https://www.facebook.com/PITAGORASMEDITA

 

1- BIOGRAFÍA DE PITÁGORAS en Vídeo, extraida del manuscrito del honorable y gran maestro don APOLONIO DE TIANA contemporáneo y de la misma edad de jesucristo.

 

Apolonio de Tiana narra, La Vida de PITÁGORAS

Vídeo en YouTube: https://youtu.be/QxYJ8fGR308 y mismo Vídeo en Facebookhttps://www.facebook.com/FIAPBT/videos/10156384272076133

En este vídeo podemos adquirir el conocimiento y disfrutar a cerca de la muy desconocida vida de PITÁGORAS, vida narrada por el contemporáneo de JESUCRISTO Don Apolonio de Tiana.

La vida, obra y enseñanzas de PITÁGORAS han sido ocultadas y manipuladas por los que ostentaban el poder en el transcurso del tiempo, ya que PITÁGORAS ofrecía a los ciudadanos de diversos lugares con toda su buena intención el CONOCIMIENTO OCULTO o HERMETICO, conocimiento que les hubiera facilitado su estilo de vida en todos los aspectos a tener en cuenta. La vida, obra y enseñanzas de PITÁGORAS también han sido ocultadas, manipuladas o tergiversadas, por evidenciar y desenmascarar públicamente la maldad, falsedad y crueldad de muchos gobernantes y de la propia elite parasitaria, cada cual en sus respectivas épocas…

 

Si disfrutas aprendiendo con la historia de la humanidad y eres un buscador de la VERDAD, ¡¡¡NO PIERDAS ESTA OPORTUNIDAD!!! 

 

Vídeo de Los VERSOS AUREOS (Aureos significa Oro en latín) ENSEÑANZAS de PITÁGORAS, en YouTube: https://youtu.be/BsCeD8nGldI y mismo Vídeo en Facebook:  https://www.facebook.com/FIAPBT/videos/10156384478311133

 

PITÁGORAS al igual que JESUCRISTO, BUDA, MAHOMA, CONFUCIO, KRISHNA, DIONISIO, ELIAS, ABRAHAM o BRAHMÁ, ZARATUSTRA, TALES de MILETO, LAO TSE, ENOC, THOT, HERMES TRISMEGISTO, APOLONIO DE TIANA, PARACELSO, SAINT GERMAIN, etc., cada cual en sus respectivas épocas y a su propia manera y estilo, revelaron El Secretode la LEY DE LA ATRACCIÓN en su época, la cual rige LAS 7 LEYES UNIVERSALES, porque el DIOS VERDADERO, la Esencia de Puro AMOR y buenas intenciones para con el prójimo, es el MISMO en todos los lugares, pero con diferentes nombres: http://youtu.be/9kt_qNDUTR4 (JESUCRISTO) - http://youtu.be/4HIH-ELL3-I (BUDA)

 

- LEY DE LA ATRACCIÓN: http://www.iadcro.com/leydelaatraccion.html

 

- LAS 7 LEYES UNIVERSALES: http://www.iadcro.com/7leyesuniversales.html

 

             

 Copia romana de unos 150 o 200 años antes de Cristo de un busto original griego de PITÁGORAS.

 

2- BIOGRAFÍA DE PITÁGORAS libro titulado “LA VIDA SERENA DE PITÁGORAS, escrito por josefina maynadé.

 

LA VIDA SERENA DE PITÁGORAS

Obra galardonada con la Medalla al Mérito de la Ciudad de París, durante el Congreso Pitagórico Internacional de 1955.

 

                    (El texto del libro se encuentra en world en la parte inferior de esta página)

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                                     http://www.fiapbt.net/libropitagoras.html

                                           http://www.iadcro.com/nicea.html

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-- Pitágoras, Leonardo Da Vinci, Albert Einstein entre otras muchas mentes sobresalientes a lo largo del transcurso de la historia, estuvieron de acuerdo de que COMER ANIMALES sería la RUINA de la HUMANIDAD y del PLANETA: http://www.fiapbt.net/pitagoras.html - http://www.fiapbt.net/planeta.html

 

-- BIOGRAFÍA DE PITÁGORAS: http://www.fiapbt.net/libropitagoras.html

 

ENGLISH

 

Pythagoras, Leonardo Da Vinci, Albert Einstein among many other outstanding minds throughout the course of history, them was agree that to EAT ANIMALS would be the RUIN of HUMANITY and the PLANET: http://www.fiapbt.net/pythagoras.html - http://www.fiapbt.net/planet.html

 

 

 

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                                    http://www.fiapbt.net/libropitagoras.html

                                          http://www.iadcro.com/nicea.html

 

           PITAGORAS

 

- 00 00 00 00 00 00  00 PITAGORAS

https://www.facebook.com/FIAPBT/photos/a.451449941132.245086.271421886132/10155762514221133/?type=3&theater

 

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Pitágoras, detalle de La escuela de Atenas, de Rafael Sanzio.

PITÁGORAS, detalle de La escuela de Atenas, de Rafael Sanzio.

 

pitagoras1[1]

                               Busto de PITÁGORAS

 

Pitagóricos celebrando el amanecer. Óleo de Fyodor Bronnikov.

            Discípulos o alumnos de PITÁGORAS, los llamados PITAGÓRICOS celebrando el amanecer. Óleo de Fyodor Bronnikov.

 

Roman copy of a Greek original from the 2nd-1st century BC

                               Busto de PITÁGORAS

 

PITÁGORAS era admirador del anciano sabio TALES DE MILETO, al cual ya estuvo visitando cuando tenía tan solo 18 o 20 años de edad.

PITÁGORAS se inspiró mucho en TALES DE MILETO y sus discípulos de toda la vida a la hora de adquirir CONOCIMEINTO y dirigir sus búsquedas. El CONOCIMIENTO que adquirió PITÁGORAS de TALES DE MILETO fue muy influyente para PITÁGORAS, a tal punto que le motivo realizar importantes y duros viajes para aquella época para ir en busca de más CONOCIMIENTO, viajes como por ejemplo a la India, Babilonia, Persia y en especial a Egipto.

 

Como nota curiosa decir, que PITAGORAS y SIDDHARTA GAUTAMA más conocido como BUDA GAUTAMA o simplemente el BUDA, fueron contemporáneos. PITÁGORAS era 20 años mayor que el BUDA y los dos vivieron en torno a los 80 años de edad.

 

PITAGORAS también fue contemporáneo de LAO-TSE, ZARATUSTRA, CONFUCIO, etc., toda una época de oro para la humanidad, especialmente para el CONOCIMIENTO y la espiritualidad.

 

BIBLIOGRAFÍA DE PITÁGORAS (Realizado por la Universidad de Granada) http://www.ugr.es/~eaznar/pitagoras.htm

 

Bajo la recomendación de TALES DE MILETO a PITÁGORAS, este viajó a Egipto para adquirir CONOCIMIENTO de iniciación con los sacerdotes de los templos egipcios a orillas del rio Nilo, justamente el mismo lugar que 500 años después igualmente iría a adquirir CONOCIMIENTO de iniciación con los sacerdotes el mismo JESUCRISTO o JESÚS DE NAZARET. El tiempo de todo este proceso que realizó JESUCRISTO en Egipto, la India y otros lugares, se encuadra dentro de los que muchos conocen como los tiempos perdidos de la vida de JESÚS DE NAZARET y que en las últimas décadas de la vida actual, gracias a los MANUSCRITOS DEL MAR MUERTO, NAG HAMADI, EVANGELIOS, etc., encontrados casualmente en cuevas, enterrados en tinajas, etc., se ha podido desvelar la VERDAD de todas estas historias, las cuales fueron ocultadas o tergiversadas en la Biblia y otros libros supuestamente sagrados por los Gobernantes vencedores de sus respectivas batallas y la Iglesia del momento de cada época actuando como cómplices y colaboradores para beneficio propio en detrimento de los ciudadanos.

 

La biblia y otros libros supuestamente sagrados, fueron escritos por personas a sueldo, me refiero a los escribas, los cuales obedeciendo órdenes de los gobernantes para especialmente MANIPULAR a la población hacia sus intereses, escribían las “Sagradas Escrituras” según les indicaban los gobernantes en mutuo acuerdo con los dirigentes de la iglesia a su propia conveniencia, creo que no es tan difícil de comprender…

 

REPORTAJE NICEA PORTADA MANUSCRITOS HAG HAMMADI

                                               http://www.iadcro.com/nicea.html 

 

Los SIONISTAS FALSOS JUDÍOS ASKENAZIS, la segunda ESTAFA más grande de toda la historia de la HUMANIDAD, la cual es la que dio origen a los dueños de los MERCADOS FINANCIEROS de la actualidad, los BANQUEROS SIONISTAS FALSOS JUDÍOS ASKENAZÍS BILDERBERG, cuyo origen comprobaremos en el enlace de a continuación como fue una simple INVENCIÓN, una ARGUCIA de a mediados del siglo VIII en KHAZARIA, no en PALESTINA ni en ISRAEL, curioso ¿Verdad? http://www.fiapbt.net/falsosjudios.html

 

Regresando a PITÁGORAS y para terminar decir, que fue en Egipto el lugar donde PITÁGORAS adquirió el mayor CONOCIMIENTO OCULTO o HERMETICO místico y espiritual que pudo encontrar, el CONOCIMIENTO promulgado por ENOC (Conocido también como HERMES TRISMEGISTO o el “DIOS” THOT, Dios de la sabiduría) de las 7 LEYES UNIVERSALES.

 

- LAS 7 LEYES UNIVERSALES: http://www.iadcro.com/7leyesuniversales.html

 

 

 

TEXTO DEL LIBRO DE JOSEFINA MAYNADÉ EN WORLD:

 

ÍNDICE TEMÁTICO

PREFACIO, página 6.

I.- INFANCIA

Sobre el Mar de Icaria — Oráculo de Delfos — Nacimiento de

Pitágoras — La Doble Fortuna — ¡Samos a la vista! — La Llegada —

Como un Eros, página 10.

II.- ADOLESCENCIA

La Morada de Mnesarco — Diálogo con el Pedagogo — Educación de

Pitágoras — Mayor Ansia de Conocimiento — La Confesión —

Preparando el Viaje, página 18.

III.- JUVENTUD

Naucratis — Cita en la Luna — Recuerdos — Aparición de la Madre —

Resurgimiento Interno — A Heliópolis, página 26.

IV.- MADUREZ

Llegada a Babilonia — Hacia el Templo — Ritual de las Danzas

Cíclicas — La Recepción — La Morada de Baal — El Santuario

Astronómico — “Tuya Será Nuestra Sabiduría...”, página 32.

V.- GRECIA

En el Mar — Remembranzas — Otra Vez Samos — Encuentro de la

Madre — Tiranía de Polícrates — El Emigrado — Creta —Esparta —

Eleusis — Atenas — Delfos — La Ruta del Sol, página 46.

VI.- EL INSTITUTO PITAGÓRICO

Sibaris — Crotona — La Primera Siembra — El juicio — Defensa de

Pitágoras — El Montecillo de las Musas — Erección del Edificio

Escuela — Los Primeros Pitagóricos, página 57.

VII.- LAS PRUEBAS DE INGRESO

Interrogatorio Preliminar — Análisis Frenológico y Fisiognómico — El

Horóscopo — Observación del Maestro — Reacciones en el Juego y la

Danza — Comida en Común — Las “Cavernas de las Apariciones” —

El Aula Desierta y los Problemas — Examen Definitivo — Comunidad

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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de Bienes — La Bienvenida, página 68.

VIII.- LA VIDA EN EL INSTITUTO PITAGÓRICO

El Himno Matinal — La Meditación y el Silencio Colectivo —

Consagración Planetaria del Día — Mañana de Estudio — Ejercicios

Físicos y Recreo — El Ágape Comunal — Labores Profesionales —

Himno a la Puesta del Sol — Loa y Profundidad de la Noche Pitagórica

— Las Celebraciones, página 77.

IX.- PRIMER GRADO — LOS ACUSMÁTICOS

La Musa Tácita — Recepción y Bienvenida — Plática del Maestro —

Valor del Silencio — Deberes del Oyente — Los “Versos Áureos” —

Período de Purificación — Las Asignaturas — Labores y Oficios — La

Amistad Entre los Pitagóricos, página 85.

X.- SEGUNDO GRADO — LOS MATEMÁTICOS

Día de Oro — Nacimiento de la Palabra — “Versos Áureos” del Grado

— Bienvenida al Matemático — Suma Ética del Silencio — El Ciclo

del Conocimiento — Símbolos Esenciales del Pitagorismo, página 93.

XI.- TERCER GRADO — LA TEOFANÍA

El Misticismo Pitagórico y el Hieros Logos — Axioma Hermético —

En el Templo de las Musas — Naturaleza de las Diez Deidades —

Pláticas y Coral — La Tríada de los Misterios Griegos — La Triple

Némesis — Las Tres Parcas — El Misterio de la Muerte — La

Reencarnación a Través del Mito Griego — La Anastasis, Fin de la

Iniciación — Los Trasgresores de la Ley, página 102.

XII.- CUARTO GRADO — REALIZACIÓN-ARMONÍA

Elegancia del Pitagórico — La Semilla Espiritual — La Gran Familia

— Primavera — Los Enamorados — La Ética de los Símbolos —

Secreta Vocación de Teano — Glosas Nocturnas — La Melodía Astral

— Eros Divino — Mensaje de Partenis — Amor y Compromiso,

página 117.

XIII.- ANCIANIDAD DEL FILÓSOFO FIN DEL INSTITUTO

PITAGÓRICO

Pitágoras en la Intimidad — Lisis — Las Primeras Nubes —

Representación Teatral — Expansión del Pitagorismo — Los Antiguos

Alumnos — Fin de la Asamblea — Herencia Espiritual del Maestro —

Proximidad del Peligro — La Decisión — Camino de Metaponte,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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página 128.

EPILOGO, página 139.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS, página 148.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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PREFACIO

La actual preferencia del público por la literatura biográfica es uno

de los síntomas más evidentes de nuestra desolación espiritual.

Es esta ficción o realidad de la biografía un medio rico en evasiones y

suplantamientos transitorios, ya que su lectura nos induce a vivir fuera de

nosotros mismos temporalmente. Y en ello subyace la tácita patentización de

que no estamos contentos de cómo somos y de cómo vivimos.

En la predilección por la biografía se esconde una necesidad de

afirmación propia, un ansia de desdoblarnos, de amplificarnos, y acaso, ante

todo, de enternecernos.

Necesitamos, en suma, hallar estímulo y confortación a las debilidades,

acritudes y menguas propias, viviendo temporalmente la propiedad de las

vidas ajenas. Y hacernos la ilusión, en cierto modo, de que flotamos sobre lo

gris de la nuestra y de que dejamos un surco de afirmación en la historia.

Además, el apoyarnos espiritualmente en los hitos de las personalidades

destacadas que han sido, hace que, inconscientemente, hallemos en otros

climas morales, mayor estabilidad, mayor paz y felicidad de la que nuestra

época nos puede brindar.

El arabesco que dibuja una vida sobre su tiempo nos sugestiona como el

más serio y provechoso de los juegos: el de representar hacia dentro, ante el

entendido espectador que es nuestro yo superior.

En este juego, en la diversión loable de leer y de enmascararnos con

vidas ajenas — mezcla de alimento anímico y de recreo deleitoso — se halla

el elemento compensativo y la anhelada experiencia. Confesemos que de este

bucear la vida y su por qué a través del personaje evocado, hemos jugado a

vivir los demás sin movernos de nosotros mismos.

Sin embargo, para la elección de los personajes de este nuestro

incidental vivir reflejo, de adaptación, que es la lectura biográfica, nos falta el

certero dictamen de lo que somos, conocer el pulso cierto de nuestro ritmo, el

índice, en fin, de nuestra reacción espiritual.

En materia biográfica, el personaje tónico por excelencia será siempre

el tipo armónico.

Y en una época tan somovida y desquiciadora, de tan inmenso vacío

espiritual como la nuestra, sin el estímulo viviente de auténticos hombres

 

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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representativos, aparecerá como un lenitivo la exaltación del tipo superior de

humanidad, el superhombre o arquetipo.

Pero el superhombre, como todo tipo substancial, adolece casi siempre

de hallarse a demasiada distancia de nosotros. Es difícil que podamos

identificarnos de verdad con él, seguirlo de cerca, vivirlo entrañablemente. Y

siempre, acaso por este mismo fenómeno experimentamos inconscientemente

ante él el vacío de la distancia.

Necesitamos de individuos ejemplares más a nuestra medida para que se

nos ajusten, nos interesen y beneficien. Que exista, entre ellos y nosotros, un

cable de tensión pareja, por muy distintos y disimilares que aparezcan

biografiado y lector.

Por ello hemos abordado la reviviscencia de un personaje que suma en

su vida y en su obra el valor que hemos llamado arquetípico con el humano.

En la vida de Pitágoras hay, sobre todo, ternura, o sea, esencia de

humanidad. El trazo magnífico de su larga existencia se dibuja, además, sobre

una época cuya evocación es tan rica en gratos escenarios, tan inagotable en

gérmenes de imitación y absorción, que hoy, el representarla a través de la

lectura, equivale a una dádiva inapreciable.

Siguiendo a Pitágoras desde su nacimiento o aun antes de venir a la

vida, cuando el oráculo de Delfos anunció a los padres el esplendor de su

destino, comparte el lector los más nobles valores humanos a través del

ejemplo constante de una vida completa que ornó por igual la belleza, el amor

y la sabiduría.

La existencia de Pitágoras se asienta sobre pilares inconmovibles.

Veinticinco siglos han transcurrido como un día, como un gran día en la

cuenta de la eternidad, así que entramos familiarmente en contacto con el

filósofo de Samos.

Con su afilada, clarividente vista de iniciado, nos cala, nos sonda hasta

lo más secreto. Conoce nuestra naturaleza tan bien como la de aquellos

discípulos que su mirada sagaz observaba a través de las complejas e

innumerables pruebas de ingreso a su Escuela. Y su lección nos será, como a

ellos, altamente eficaz.

Por lo que respecta a mi labor de expositora, he tratado ante todo, al

vitalizar esa gran figura del pasado, de borrar toda huella de esfuerzo, todo

síntoma de recargo erudito; que lo que constituye lo más hondo y sutil de su

invitación y el meollo de su propósito, fuera sólo sugerido.

A tal fin, me esforcé en asimilar, a través de una especie de digestión

anímica, la síntesis antigua y actual — eterna — de cuanto perdura de la

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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sabiduría pitagórica y de la vida de Pitágoras.

Durante la escritura de este libro he vivido yo misma, como un avatar

transitorio, la figura del filósofo griego. Y confieso que este proceso me ha

hecho experimentar, como nunca, la beatitud del sacerdocio de la obra

literaria.

La temporal investidura de una representación humana tan excelsa y tan

íntegra, me ha procurado a mí misma un inmenso bien.

El esfuerzo ilusionado de compartir sus realidades y sus sueños, su

finalidad de la vida humana, su inmensa cordialidad, me han hecho participar

al unísono de la gran onda emotiva que cubre a todo aquel que de verdad se

sumerge en el experimento pitagórico.

En cuanto a la fórmula biográfica, he procurado conciliar, en fin, lo

histórico con lo ambiental, sugerido por una larga familiaridad con los medios

de la antigua Grecia y del Oriente. Y he tratado de hacer amable el colorido de

las escenas que le sirven de marco desde el principio al fin, para que, más allá

de la ilusión del tiempo transcurrido, el logro pitagórico se repita ahora en

cada lector de buena voluntad.

Pitágoras ha sido el primer filósofo que vio claras las necesidades de

Occidente.

Perseguía él un ideal armónico de perfección en el que se contrapesaba

lo místico con lo racional, lo lírico con lo teórico, lo ideal con lo práctico. Su

doctrina altísima perdura y se sostiene merced a su perfecto equilibrio.

El maestro de Samos vio con una justeza no igualada, la clasificación de

las castas naturales de la humanidad en las que basó su ideal social.

Pedagógicamente, aunó a la psicología práctica de las orientaciones

profesionales, la orientación espiritual derivada del conocimiento completo de

cada individuo, creando en su torno el requerimiento constante de un medio

formativo bello y armónico.

Ante todo, se esforzó Pitágoras en rescatar, para las leyes articuladas del

espíritu, a los mejores ciudadanos. Y para educarlos integralmente, instituyó

su famoso Instituto de Crotona, en la Magna Grecia.

Allí dio consistencia y categoría a todo ensayo pedagógico posterior. En

su Escuela, inició el fundamento de todo programa de educación progresiva y

adaptada, al servicio de un amplio ideal de evolución. El fue el primero, en

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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suma, en crear, metódicamente, una auténtica aristocracia de las almas,

valiéndose de los valores a cada grado descubiertos, de los jóvenes de ambos

sexos confiados a su formación.

Esta clase selecta que constituían, por validez propia, los pitagóricos y

que tanta fama allegó en la antigüedad a su Escuela primero y a su secta

después de destruida aquélla, no tenía más que un título representativo y una

heráldica: la elegancia. Pero la elegancia, no sólo en su acepción material, sino

también espiritual. Y un lema: la sencillez y el servicio.

El título de auténtica nobleza que prestaba el pitagorismo, cuadraría de

fijo muy bien a la actual humanidad inferiorizada, desarmonizada,

desconectada de sus mejores orígenes.

Si algo tiene que resurgir de la antigua Grecia, entre tantas excelencias

olvidadas, es el concepto del desenvolvimiento integral y armónico del

individuo, alumbrado por un superior concepto de la espiritualidad y la

investigación de los misterios del universo y del hombre.

Nuestra ilusión, al escribir la presente biografía, es la de contribuir, en

alguna medida, al realzamiento del actual estado de la humanidad. Ofrecerle

un óptimo camino de ascensión hacia su noble fin. Para que algún día,

posados ya los elementos negativos que nos conturban y desvían, podamos

adoptar, en su integridad, aquel modélico plantel de hombres y mujeres

armónicos que constituyeron los pitagóricos y a su ejemplo, enaltecer nuestra

medida de ciudadanos modernos.

J. M.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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I.- INFANCIA

Sobre el Mar de Icaria — Oráculo de Delfos — Nacimiento

de Pitágoras — La Doble Fortuna — ¡Samos a la vista! — La

Llegada — Como un Eros.

a sopla el Noto! — gritó, de golpe, el timonel del navio “Simurg”,

un muchachote frigio, colorado y rubio.

En la quietud de la noche, la voz del marinero sacó a Mnesarco de su

modorra. Se encaramó sobre el gran cofre donde yacía medio recostado, el

brazo sobre la baranda, la cabeza inclinaba sobre el mar.

Volvió la vista adormilada. Las dos velas cuadradas, de un blanco

azulado a la luz de la luna, ofrecían, hinchadas y prietas, una doble corva

pareja.

El viento tibio y constante del sur impulsaba ahora ágilmente la nave

fenicia.

Mnesarco sonrió esperanzado y se levantó, desperezándose.

— ¿Mejor tiempo, por fin? — dijo, dirigiéndose al frigio, que tanteaba

en aquel momento las tensas amarras de las velas, sujetas paralelamente de un

lado a otro de la embarcación, como si pulsara las cuerdas de dos grandes

liras.

— Navegamos ya por el mar de Icaria, el de las múltiples islas —

contestó el frigio.

— Mi mar nativo — añadió Mnesarco.

— ¿Sois de Samos?.

— Sí.

— La perla del archipiélago — refrendó el marinero. Y se encaramó

audazmente sobre la barandilla de proa.

Mnesarco vio todo su cuerpo abalanzarse en el vacío, rozando con su

gorro frigio las alas tendidas del ave profética que presidía las rutas del navío.

En aquella arriesgada posición lanzó al aire vigorosamente, para que lo

oyeran los remeros de a fondo, la consigna del nuevo rumbo.

“¡Eooo!... ¡eooo!...”.

La última vocal, grave y alargada, resonó musicalmente en la noche y se

perdió en el mar.

Y

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

11

Luego reinó otra vez el silencio a bordo.

Las largas noches insomnes, la humedad sobre cubierta, habían

entumecido los miembros de Mnesarco. Miró el cielo. Sería poco más de

media noche.

Y se recostó de nuevo entre el cofre y la barandilla, después de pasear la

vista, en instintivo recuento, sobre las cajas y los bultos donde transportaba su

preciosa mercancía.

Cuando se hallaba otra vez próximo al semisueño, en aquel estado de

laxación del cuerpo y de la mente que suplían en parte la falta de total reposo,

sintió el dulce contacto de una mano sobre su hombro.

Y la voz más amada que le decía quedamente:

— ¿Duermes, Mnesarco?.

— No, mi querida Partenis. No duermo.

Y sin moverse, volvió la cabeza y miró complacido a la mujer a la luz

clara de la luna llena.

— Mientras dure el viaje, no dormiré — continuó Mnesarco. Pero tú

debes descansar tranquila al abrigo del viento, junto al niño.

— No me necesita. Está profundamente dormido. A sus pies vela la

esclava sidonia. Yo estaba hacía tiempo desvelada. Hay calor en la cabina.

— Es que ya sopla el Noto. — Después de una pausa, agregó — Pronto

llegaremos.

La mujer se irguió de cara al aire tibio de la noche. Un soplo vigoroso

echó atrás, de golpe, el purpúreo manto que cubría su cabeza y dejó al

descubierto un rostro de óvalo apretado y perfecto en el que brillaban dos

grandes ojos negros que la permanencia en el Asia misteriosa habían llenado

de languideces nostálgicas, de fijezas recónditas, como si estuvieran

acostumbrados a mirar por dentro.

Cerró la griega los párpados, y respiró profundamente.

Luego se volvió de pronto hacia su marido.

— No sé si es ilusión — dijo —, pero me parece sentir el olor de los

vergeles cercanos.

— Estamos en el mes de Targelión, pródigo en flores. Las pequeñas

Islas Egeas son como jardines flotantes sobre el mar azul que atravesamos. La

noche nos impide contemplarlas. Pero las brisas tibias del sur son buenas

transmisoras de aromas.

Partenis suspiró y dijo, animada:

— Pronto estaremos en Samos.

En aquel momento, el dueño de la embarcación, un fenicio barbudo,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

12

fornido como un cíclope, cruzó por su lado en un paseo de vigilancia

nocturna. Mnesarco se dirigió entonces al viejo navegante y le inquirió:

— ¿Cuándo arribamos a Samos, maestro?.

— Si el Noto sigue empujando así, mañana, cuando el sol se halle cerca

del cénit.

— ¡Que los dioses te escuchen y lleguemos con felicidad!.

— Mi “Simurg” es la mejor nave mercante de Sidon. Nunca me ha

hecho quedar mal.

Y se perdió en la ancha sombra que proyectaban las velas.

Mnesarco se levantó y enlazó el talle esbelto de Partenis. Y con la voz

temblorosa y emocionada de un amante reciente, dijo:

— Empieza para nosotros una nueva vida, dulce esposa mía. ¿Estás

contenta?. Aunque nunca te quejaste de tu suerte, pienso a veces que debes

experimentar la fatiga de nuestra vida inquieta de emigrantes. Las mujeres, y

sobre todo tú, que gozas, sobre todas, del dulce remanso familiar, necesitáis

echar raíces en la tierra, como los árboles.

— Sí, Mnesarco. Pero en la tierra propia, en nuestra hermosa Samos…

— Ya está cercana.

Y el hombre la atrajo a sí, con ternura.

Pasearon unidos y se acercaron a proa. La sombra de la gran ave, como

un ingente amuleto, los cubría con su sombra hurtándolos a la vista de

cualquier pasajero o tripulante que pasara.

Gozaron plenamente de aquel dilatado silencio. Juntos contemplaron el

cielo y sin decírselo, evocaron...

Por fin Mnesarco truncó el mudo diálogo de sus almas, diciendo:

— Tres veces ha florecido el laurel desde el día en que, recién

enlazados, consagramos nuestro amor a Apolo pítico. Todavía siento la

emoción del oráculo délfico como si nos fuera dictado ahora, bajo el

testimonio de estas altas estrellas: “Engendraréis con inmenso amor un hijo

que superará en belleza y sabiduría a todos los mortales. Él enseñará la verdad

a los hombres del presente y a los del futuro. Haceos dignos de él y el Hado os

premiará con una vida de felicidad y de riqueza”. ¿Recuerdas?. Todos los

sacrificios y molestias de la larga navegación, la parsimonia de los ritos y

purificaciones, la larga espera de la respuesta del dios, fueron con creces

compensados con estas proféticas palabras. El oráculo se ha ido cumpliendo

hasta ahora. Nos ha sido enviado el hijo predestinado. Nació con todos los

signos de la raza superior. Nos ha sido concedida la riqueza...

— Sí, querido mío — añadió Partenis —. Hemos vivido hasta ahora en

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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estricta obediencia al divino mensaje. Abandonamos nuestro nido de amor, el

bello retiro construido en Samos, tan lleno de sueños como de propicias

comodidades, para lanzarnos a la gran aventura, llevados sólo por la fe.

Llegamos por fin a la lejana Fenicia. Allí incrementaron los dioses nuestro

caudal. Volvemos ahora a Samos con un considerable tesoro. Educaremos

convenientemente al hijo predestinado que adorarán los hombres de hoy y de

mañana. Toda nuestra fortuna será consagrada a Pitágoras, nacido bajo el

signo solar de Apolo pítico, del que lleva la guía divina y el nombre...

— No, querida. Nuestra fortuna pertenece, ante todo, a Apolo. Recuerda

que en su mansión sagrada, juré, en gratitud, consagrarle un templo en lo alto

de la colina del hogar de mis mayores.

— Tu voluntad será siempre la mía — confirmó Partenis,

humildemente.

Callaron. Los ojos de ambos esposos, avezados ya a la lejanía nocturna,

divisaron, a la débil luz lunar, la mancha obscura de dos islitas cercanas.

El navío “Simurg” avanzaba decidido entre ambas tierras.

Los remos de la embarcación, isócronos, marcaban ahora un compás

lentísimo. Pero el esbelto navío parecía que volaba; de tan ágil, rozando

apenas el mar.

Los esposos contemplaban el ritmo de los remos paralelos surgir del

agua, dibujar una curva lenta en el aire y sumergirse con un leve chasquido,

para surgir de nuevo, chorreantes, luciendo en el aire una sarta de perlas vivas,

y volver a caer con idéntico chasquido, íntimo y frenado, en el agua quieta.

Cuando dejaron atrás las dos islas, a una contraseña del frigio, el

movimiento de los remos se aceleró y el navío redobló su marcha.

Las brisas del sur traían ahora, en forma prolongada e inconfundible,

aromas de flores. Navegaban muy cerca, sin duda, de las floridas islas del mar

de Icaria.

Partenis se animaba toda con el sutil regalo aéreo.

Mnesarco se sentó de nuevo, fatigado, sobre uno de los bultos que

formaban el montón de su mercancía. Partenis se le acercó.

— Debes estar muerto de sueño — díjole cariñosamente.

— Ya es la última noche. Debía, durante el viaje, velar sobre nuestro

equipaje. Es todo nuestro tesoro. No podemos fiarnos de la tripulación y

menos de los pasajeros. Vienen muchos mercaderes y tú conoces bien a los

fenicios... Las joyas están todas aquí — y señaló el cofre sobre el que se

hallaba, antes, recostado —. Y el polvo de oro de la Cólquida, escaso en

Samos con el cual crearé el primer taller de joyas a cincel, de especialidad

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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fenicia. Y las monedas. El marfil de África que obtuve en los almacenes de

Tiro será precioso para los amuletos y los collares de moda. Esto sólo es una

riqueza — dijo, señalando dos grandes cajas —. Con las piedras preciosas de

la India que compré al mercader persa, tengo para levantar un templo. Y es mi

mayor deseo —añadió con voz queda y enternecida, acercándose más a su

esposa — que vivas en Samos como una reina...

— No aspiro a reinar más que en tu corazón y a cumplir lo mejor que

pueda mi gran deber para con nuestro hijo.

Partenis reclinó la cabeza sobre el hombro robusto del esposo. Así

permanecieron largo tiempo, sumidos en dulces meditaciones.

En el infinito, a la derecha de la embarcación, el horizonte empezaba a

clarear. El misterio de la luz se anunciaba recatadamente sobre el gran mar en

sombra.

Pronto, estremeció el aire una voz vibrante:

“¡Anaíd!, ¡Anaíd!”.

Era el frigio, el conductor nocturno, que daba a los remeros el grito

ritual de la aurora naciente, la llamada sagrada a la Madre del mundo, la

adjutora del día.

Entonces, de abajo o de dentro, como si la nave cobrara voz propia e

íntima, llegó a los oídos de Mnesarco y de Partenis el coro de la matinal

aleluya fenicia:

“Adiós, ¡Oh Baant!, noche primitiva;

ya Kolpia, el aire todopoderoso,

nos trae a Anaíd, la Madre del día...”.

La última frase, se afiló, aguda y lenta, para enlazar con la voz solitaria

que lanzara la primera consigna al canto:

“...nos trae a Anaíd, la Madre del día...”.

“¡Anaíd!, ¡Anaíd!”. Repitió, cansinamente, el coro de los remeros.

Después, todo quedó de nuevo en silencio.

La luz crecía e iba iluminando lentamente al mundo. La nave surgía

limpia, definida, del misterio de las sombras nocturnas. Las velas recobraban

su color blanco amarillento que contrastaba, sobre el mar cada vez más azul

rizado ahora en breves y menudas ondas.

De la entrada de la cabina de pasajeros, llegó al oído de Partenis un

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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tierno llanto conocido.

Se levantó presurosa, como movida por un resorte. Pero ya la esclava

venía hacia ella llevando en brazos al pequeño Pitágoras.

Al ver éste a su madre cesó de llorar.

— Tiene hambre — dijo la fiel esclava de Sidón, ofreciendo a la madre

el niño, que ya se abalanzaba en sus brazos.

Sonrió ella al cogerlo, sentóse con su dulce carga otra vez junto al

marido, desabrochó el blanco seno y amamantó al pequeño, que sonreía ya,

feliz, sobre el halda amorosa de su madre.

Mnesarco contemplaba en silencio la escena con la beatitud de un tierno

y repetido rito.

¡Qué bello grupo formaban todos a la luz apacible de la pura aurora,

entre el cielo y el mar!.

Con el cabello rizado en dorados bucles, los grandes ojos de mirar

profundo, cargados con la experiencia de siglos, fijos extrañamente en la faz

materna, sorbía el pequeño Pitágoras con afán el seno colmado de la madre.

Terminado el dulce yantar, alzó en alto Partenis al hijo casi desnudo,

rollizo y rosado como un amorcillo.

En aquel momento el sol brotaba, como una gran fruta, del mar. El niño

clavó sus ojos en él y se abalanzó para cogerlo, los bracitos tendidos.

Rieron todos la ocurrencia del niño. Más Mnesarco miró a su hijo con

actitud solemne.

— ¡Hermoso símbolo! — dijo con gravedad —. Desde antes de nacer,

te consagramos al sol interno. ¡Séate éste mil veces propicio a lo largo de tu

vida, hijo mío!.

Como si entendiera al padre, el pequeño Pitágoras se quedó de pronto

grave, y fijó en él sus ojos claros, de raro y profundo mirar.

Luego lo cogió de nuevo la esclava y para que durmiera, invocó,

meciéndolo, a los Taconinos, los ángeles fenicios guardianes de los niños.

Y el día advino sereno y triunfal sobre el mar y sobre la tierra.

Comenzaba una jornada de promesa para los viajeros del “Simurg”.

— ¡Samos a la vista! — gritó un pasajero.

Mnesarco se levantó ágilmente y oteó el mar por la parte de proa.

Efectivamente, muy lejos, en el horizonte, se divisaba una larga

manchita malva.

— ¡Samos!, ¡Samos! — repitió, dirigiéndose a su esposa, que

conversaba con otras mujeres al otro extremo de la embarcación.

— ¡Samos! — repitió ella, con un hondo reposo en la voz. Y corrió a

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

16

contemplar la leve silueta de la patria lejana.

Se quedaron allí, bajo las alas del ave capitana, viendo cómo crecía y se

acercaba lentamente la isla bienaventurada.

El sol ascendía por un cielo sin nubes. El agua tenía este intenso tono

ultramar, levemente violado, del mar de Icaria en los días serenos.

Cuando el astro alcanzó las proximidades del cenit, la isla de Samos se

ofrecía, llenando casi todo el horizonte, a los ojos de los navegantes del

“Simurg”.

A la derecha, mirando a oriente, tendida a todo lo ancho de la bahía, la

ciudad se dibujada nítida, blanca, en forma semi-circular, como un anfiteatro

de ensueño.

El inmenso promontorio del Trogílio, rematado por su potente faro,

resguardaba de los vientos el puerto de Samos.

Hacia él se encaminó la nave.

Dio el timonel la orden de replegar las velas. A un grito, los remos de

estribor cayeron, fijos, rozando como alas el mar, dibujando en el agua estelas

paralelas, mientras los de babor ganaban, rítmicos y activos, la gran curva de

entrada, hacia el oriente, frente al acantilado.

Entonces, como si se descorriera un telón, apareció de golpe, allí

mismo, la blanca ciudad de Samos, hermosa como la luna creciente. Detrás, el

marco de verdura de una pequeña cordillera resguardaba a la ciudad de los

vientos boreales.

A la derecha, en la cima de un pequeño acro, rodeado de cipreses, se

alzaba el Heraeum, el famoso templo consagrado a Hera, la señora del

Olimpo.

Un poco más allá y ya dentro de la ciudad, destacaban claramente sus

siluetas de piedra o mármol, el senado, el teatro, el gran gimnasio. Más cerca

del mar, rematando la ancha avenida del puerto, el ágora pública trenzaba sus

pórticos recortados de sol sobre el área de los jardines.

¡Qué hermosa aparecía la urbe, abierta como un sueño, cincelada por el

oro de la playa, sobre el azul intenso del mar!.

Los pasajeros del “Simurg” se encaramaban todos sobre la barandilla

que rozaba el muelle de arribo.

Una multitud abigarrada, multicolor e inquieta, se agolpaba, dando

voces, frente a la nave fenicia. Entre ellos, se destacaban por su indumento y

prestancia un anciano y dos mujeres. Estas, agitaban en dirección de Mnesarco

y de Partenis sus chales de color.

Entonces, mientras los marineros atracaban a tierra el navío, Mnesarco

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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tomó de brazos de la esclava al niño, lo abalanzó sobre la barandilla de a

bordo y lo mantuvo así, en el aire.

Una voz de mujer sobresalió claramente sobre el griterío de la multitud:

— ¡Miradlo, parece el divino Eros!.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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II.- ADOLESCENCIA

La Morada de Mnesarco — Diálogo con el Pedagogo —

Educación de Pitágoras — Mayor Ansia de Conocimiento —

La Confesión — Preparando el Viaje.

a morada de Mnesarco se alzaba en la parte alta de la ciudad de

Samos, junto a un montecillo poblado de pinos.

Era la prima tarde de un día insólitamente caluroso.

Mnesarco prolongaba la siesta en su triclínio, en el frescor del vestíbulo

que daba al patio.

Partenis, activa siempre, cortaba las mejores flores del jardincillo que

bordeaba las columnas del peristilo. Las colocó luego, pisando leve, para no

despertar a su marido, sobre la mesa cercana a donde él descansaba, y se

dirigió luego al centro del patio para menguar el chorro del surtidor,

demasiado sonoro.

Acercósele un esclavo y le dijo, en voz baja:

— Está Hermodamas, el pedagogo.

Mnesarco lo oyó.

— Lo esperaba — dijo reclinándose sobre el codo derecho. — Que

pase.

Al poco rato, hacía su aparición en el fresco vestíbulo, el maestro de

Pitágoras.

— ¡Salud a vosotros, Mnesarco y Partenis! — dijo, mientras secaba con

una punta del manto el sudor de la frente.

— ¡Salud a ti, Hermodamas! — le respondieron ambos esposos a la vez.

— Reclínate y descansa ante todo — añadió Mnesarco. — La ascensión

a estas horas, con el calor, es agotadora. Y dirigiéndose a su mujer —

¡Partenis!. Sirve del ánfora más porosa de la cueva un vaso de fresca leche de

almendras endulzada con miel, al amigo.

Salió ella, diligente, por la puertecita del extremo del patio, y volvió al

instante con el ánfora húmeda y rojiza. Puso sobre la mesa dos vasos de cristal

de Fenicia y los colmó con la blanca bebida.

Hermodamas miraba hacer a Partenis y contemplaba con admiración a

la madre de su discípulo.

L

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

19

Parecía ella más alta con su larga túnica blanca que dejaba al

descubierto los brazos y el amplio busto.

Tenía ahora Partenis la armoniosa opulencia de la insinuada madurez

que confiere a ciertas mujeres bellas un empaque de diosas.

— ¿Está Pitágoras? — preguntó a Partenis el pedagogo.

— No, pero creo que no tardará en llegar — respondió ella.

— Puedes hablar libremente — añadió Mnesarco. — Tenía necesidad

de oír tu opinión con referencia a nuestro hijo. Sinceramente, ¿Qué opinas de

él?.

— Pues... lo que he opinado siempre. Que es un muchacho

excepcionalmente dotado. Tanto, que he llegado a tenerle pánico — y el

pedagogo rubricó la frase riendo jovialmente.

— ¿Pánico por qué? — intervino, no sin cierta inquietud, Partenis.

— Porque su inteligencia y su manera de actuar exceden ya mis

posibilidades de mentor y de instructor. Sabe más que yo.

— Desde muy pequeño manifestó anhelos e inquietudes no comunes.

Pero ahora, próximo a la hombría... — aquí interrumpióse Mnesarco y movió,

bajándola, la cabeza. Sus facciones ablandadas parecían entonces las de un

viejo. Unos bucles grises cayeron sobre su alta frente y permaneció un rato en

esta meditabunda actitud.

— Sí, pronto será un hombre — comentó, más animado por la

confirmación del padre, Hermodamas.

— No deja esto de inquietarme — añadió aquél.

Partenis guardaba silencio, contemplando el espléndido búcaro de flores

que lucía en la mesa.

— Pitágoras es un muchacho mental y físicamente sano. Pero su ansia

de saber es tan aguda y apasionada; su capacidad asimilativa tiene tales

alcances, que no creo que hoy exista cabeza en Samos capaz de enseñarle y

conducirle...

— Tú eres el mejor pedagogo de la isla.

— Me considero sin aptitud para continuar siendo su maestro.

— Sin embargo, casi es un niño. No está en la edad en que las leyes

griegas dan por terminaba la educación de un noble joven — insistió

anhelosamente, Mnesarco.

— Tiene la capacidad de razonamiento de un viejo. Parece como si

poseyera el conocimiento asimilado de varias vidas...

— Así es — asintió el padre. Y al cabo de un rato, continuó. — Es

extraño. Mi hijo, tan dúctil a la ternura, tan sensible para toda manifestación

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

20

de belleza y de armonía, posee por contraste un tesón y una voluntad tan

enormes para la investigación de las leyes de la naturaleza, desde las más

concretas a las más abstractas, que, a pesar del amor y la obediencia que

siempre nos ha demostrado, temo que el mejor día...

— ¿Qué quieres decir? — inquirió, con ansiedad, Partenis.

— Que al mejor día decidirá determinar por sí mismo su destino.

— ¿Que se marchará?.

— Posiblemente — dijo, apretando los labios, con un hondo suspiro, el

esposo.

— No puede ser, Mnesarco. Es demasiado joven…

— Por eso mismo quería hablar con Hermodamas. Me ha hecho, en el

transcurso de estos últimos días, varias insinuaciones ya el muchacho. — Y

luego de una pausa, dirigiéndose al pedagogo — ¿Qué opinas?.

— De mi parte opino — contestó éste — que debéis dejar esto a su

albedrío. Es mayor de lo que parece. Tiene la sazón de un hombre maduro. Ya

os dije, por lo que a mí respecta, que con vuestro hijo, como pedagogo, me

considero fracasado. Demasiado a menudo, no sé qué contestar a sus

preguntas sobre ética, sobre las leyes inescrutables de la física, sobre

abstracciones matemáticas, sobre geometría... Algo parecido le ocurre a su

maestro de música. Hace poco me contaba que, en la lección teórica colectiva,

lo había puesto Pitágoras en un aprieto al preguntarle la relación del sistema

cromático y de los cuartos de tono con el carácter psíquico de una melodía y

sus posibles alcances en la transformación del individuo. Por otra parte, sé que

le preocupan ciertos misterios del mito, ciertos simbolismos vedados del ritual

religioso. Ha interrogado sobre ello distintas veces al nuevo sacerdote de

Hera, el viejo tracio.

— A propósito, ¿Sabes si pertenece a la hermandad de los órficos? — le

interrumpió Mnesarco.

— Creo que sí.

— Ahora me explico — siguió el padre de Pitágoras dirigiéndose a su

esposa — por qué, de un tiempo a esta parte, desdeña comer la carne de los

sacrificios y renuncia a las libaciones...

Partenis asintió con la cabeza.

— Si no fuera por nuestra antigua amistad — prosiguió Hermodamas

— hace mucho tiempo que os hubiera rogado que retirarais a Pitágoras de mi

clase.

— ¿Entonces? — osó preguntar, en tono en cierto modo desolado,

Mnesarco —. ¿Qué hacemos con el muchacho?.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

21

— Mandadlo a estudiar a la Escuela de Mileto.

Dijo esto el pedagogo en tono decidido, como si su mente hubiera

concretado ya con anterioridad la frase.

— ¿A Mileto? — intervino, sorprendida del consejo, Partenis.

Los dos hombres guardaron silencio. Después de una embarazosa

pausa, Hermodamas continuó, como para justificarse:

— Todas las tardes, desde que llegó a la isla Hierónimo, el orador

milesio, he visto a vuestro hijo en el ágora, bajo el pórtico de Hermes donde se

reúnen, a la caída de la tarde, los más cultos ciudadanos de Samos. Va a oír las

elocuentes pláticas del discípulo del famoso Tales. Desde que Ferécides de

Siros le inculcó la creencia en la transmigración de las almas, acude allí en

busca de mayores confirmaciones. Toma parte en los debates como si fuera un

hombre experimentado. Ayer tarde Pitágoras tomó la palabra y llevó la

iniciativa, al lado de Ferécides, respecto de la vida en el más allá. Parecía que

sentara cátedra. Todo el mundo estaba asombrado.

— Me ha hablado varias veces de su curiosidad por oír de los propios

labios del sabio de Mileto la nueva y revolucionaria doctrina del macrocosmos

y del microcosmos que define leyes que ha vedado siempre la religión.

Partenis dijo, como si hablara consigo misma:

— El mundo está lleno de peligros para un muchacho tan joven y

hermoso como Pitágoras.

— Es verdad — confirmó Mnesarco.

— Respecto de esto — afirmó Hermodamas — tened ambos la

seguridad de que sabrá guardarse.

— Sin embargo, debemos tratar de desviar de momento, hasta su

mayoría de edad, estos prematuros arrebatos... — Y, cambiando súbitamente

de tono, haciéndose más confidencial, agregó levantándose Mnesarco — ¿Y si

intentáramos entre todos, despertarle el afán de la gloria en los juegos?. ¿Si

lográramos estimularlo para que detentara la victoria en el Gimnasio con

miras a la próxima selección que enviará la isla a Olimpia?. Es especialmente

diestro en el salto y en el lanzamiento del disco. Sobresale también en la danza

y es el más hermoso efebo de Samos.

— Pitágoras va más allá de todo esto — dijo con resolución el

pedagogo —. Es un alma vieja. El hado ha perfilado sin duda de manera muy

incisa la dirección de su vida. No hay que obstinarse demasiado en guiarle,

creedme. Sabe muy bien a dónde va.

— Sin embargo, sabes que ama apasionadamente el juego — objetó

todavía el padre.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

22

— Conoce su utilidad en la formación del hombre integral, eso es todo.

— Podríamos... — insinuó tímidamente aún, Mnesarco.

— ¡Bien hallado en esta casa, Hermodamas! — gritó en aquel

momento, desde el umbral del pórtico, una voz juvenil, de grato y sonoro

timbre.

— ¡Pitágoras! — exclamó el padre, como reprochando al hijo,

instintivamente, la inoportunidad de su presencia.

Pero la vista del hijo lo desarmó al instante y su rostro, momentos antes

sombrío, se abrió con una ancha sonrisa iluminada.

Pitágoras avanzó resueltamente hacia el patio en cuyo piso marmóreo

tejían las enredaderas del techo sus bordados de sombra y sol. Se dirigió a su

madre, que había permanecido muda a su entrada, y la besó en la frente.

Partenis oprimió entonces, entre sus manos, a la altura de la suya, la faz

del hijo y la sorbió toda en silencio con su anhelante mirada.

Era Pitágoras un mozo alto y esbelto. Su musculatura incipiente, tenía

aún la morbidez un poco femenina del andrógino. Era su semblante expresivo

y de proporciones perfectas, como la madre. Sus cabellos bronceados y en

desorden caían sobre su alta frente meditativa. Sus hermosos ojos parecían

más claros por la reverberación de las blancas baldosas soleadas.

Venía sofocado y sudoroso. Su piel tostada y encendida entonaba

vistosamente con la gama cálida, de un rosa calcinado, de su corta túnica.

Trenzaba las cintas de sus sandalias hasta media pantorrilla. Parecía, en aquel

momento el joven dios de la vida exuberante.

Con una complaciente sonrisa, se abandonaba Pitágoras a la sobria

efusión en manos de la madre.

— ¿Dónde estuviste? — díjole ella.

— En el gimnasio — contestó Pitágoras. Y, deshaciéndose de la dulce

presión de los brazos maternos, dirigióse a Hermodamas. — A propósito,

¿Conoces la noticia?. Ecteón ha vuelto vencedor, en el pentatlo, de los juegos

olímpicos.

— Precisamente — añadió, apresuradamente, Mnesarco — estábamos

hablando de tu aptitud para detentar la victoria en la olimpiada próxima. Si te

prepararas desde ahora con empeño...

Pitágoras guardó silencio. Hermodamas sonrió. La madre intervino,

animando la embarazosa pausa:

— ¿Jugaste a la pelota?. Hoy es fiesta...

— No. Estuve con mis compañeros celebrando el triunfo de Ecteón en

los jardines del Gimnasio. Nos contó las aventuras del viaje, el espectáculo

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

23

maravilloso de los juegos y certámenes.

— Me lo contarás con detenimiento otro día. Es tarde y hay un trecho

considerable de aquí a mi casa.

Y diciendo eso, Hermodamas se despidió de la familia.

Después que salieron Mnesarco, Partenis y Pitágoras del refectorio

interior otra vez al patio, el sol descendía tras el bosquecillo de pinos que

coronaba el leve promontorio inmediato, propiedad también del rico mercader

de Samos.

Cumpliendo, a su llegada de Fenicia, la promesa que hiciera al dios en

gratitud por los altos pronósticos del oráculo, se alzaba en la cima del altozano

un esbelto templete, imitación mínima del gran santuario de Delfos,

consagrado a Apolo.

Pitágoras atravesó la puertecita trasera del patio que daba a una vasta

huerta de frutales y paseó un rato bajo los árboles cargados. Soplaba,

suavísimo, refrigerante, el céfiro de occidente. Oíanse a lo lejos los cantos

cansinos de los trabajadores que regresaban de las faenas del campo. Cruzaban

el encendido cielo los pájaros piando fuerte en busca de sus nidos.

De pronto, paróse Pitágoras y puso oído atento. Entre aquel cúmulo de

rumores vespertinos, creyó percibir el levísimo sonido armonioso del arpa

eólica que, construida por sus propias manos, se ofrecía oblicuamente en el

bosque a la suave pulsación del viento.

Sonrió triunfalmente. Era el primer día que, desde su misma casa, oía

las dulces melodías.

Corrió hacia sus padres, ilusionado como un niño, para comunicarles la

nueva. Acudieron éstos. Y juntos, aguzando el oído, fueron ascendiendo

lentamente en silencio por la ladera izquierda del bosquecillo.

El sol doraba aún, en la cima, la copa de los pinos más altos y el

arquitrabe del templo.

Ahora llegaban, clara y distintamente a sus oídos, los acordes mágicos

de la lira aérea. Parecía pulsada por invisibles dedos sabios, conocedores de

melodías cósmicas vedadas a los mortales.

Se detuvieron. Los vagos acordes trémulos y suspirantes les llegaban

como un don celeste. Escuchaban la música como si rezaran.

De pronto, Pitágoras interrumpió el silencio. Su oído educado percibió

algo que le hizo fruncir el ceño. Dijo:

— Falta templar aún las cuerdas medias. Vamos.

Ascendieron, casi hasta la cumbre, donde se hallaba instalada el arpa

sonora. Construida toda pacientemente por el mismo Pitágoras con el tronco

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

24

de un pino seco, propicio a las más dulces resonancias, se hallaba enclavada

en el breve fuste de un fragmento de columna.

Templó a su sabor Pitágoras las cuerdas y afirmó la dirección adecuada

del instrumento. Al poco rato sopló más fuerte la brisa vespertina. Llenábase

el bosque de sombras. Sólo en el horizonte las últimas claridades del día

ponían su abertura de luz dorada sobre el paisaje.

En medio de la honda quietud de la hora solemne, inició el arpa el

tembloroso estremecimiento de sus más divinos acordes. Todo parecía

traspasado de música. Diríase que imperaba allí la armonía como deidad

única.

La presencia del augusto misterio sobrecogió por igual a los tres

visitantes. Tenían la conciencia tácita de su inefable comunión con el espíritu

armonioso del universo. Guardaron silencio, extrañamente emocionados, cara

a las últimas lumbres del sol trasmontado.

Súbitamente, como si sintiera a flor de labios el imperativo de su

destino, dijo Pitágoras:

— Padres, debo marcharme de Samos. No os interpongáis entre la

voluntad del hado que me guía y mi vida. Dadme facilidades. La isla no puede

ofrecer ya nada a mis ansias de conocimiento. Cuando la luna, ahora creciente,

aparezca redonda en el firmamento, el orador milesio Hierocles embarcará

otra vez rumbo a su patria. Permitidme, padres, que le acompañe. La Escuela

de Mileto es hoy el más culto centro intelectual de toda la Jonia. Para oír la

palabra de Tales, acuden allí gentes de todo el mundo. Cuando haya asimilado

sus enseñanzas, partiré para Egipto.

Después de una breve y embarazosa pausa, habló tímidamente el padre:

— ¿Lo has pensado bien, hijo mío?.

Sentía sin embargo Mnesarco en aquel momento la fuerza del destino

sobre su desarmada resistencia, y no dijo más.

— Sí, padre — contestó Pitágoras adivinando el estado interno de su

progenitor.

Miró entonces Pitágoras a su madre. Recatadamente, para ocultar su

emoción, bajó ella la vista velada, pero guardó silencio.

— Necesito, — siguió, animadamente, el muchacho — necesito que me

ayudes, padre. Por tu amistad con Polícrates puedes conseguirme una

recomendación para el faraón Amasis. El sumo sacerdote del Haraeum, que

estuvo en Egipto, me ha prometido una misiva para los sacerdotes de

Heliópolis. Sólo me falta ahora vuestra bendición...

— Todo lo tendrás, hijo — respondió con voz insegura, pero resignada,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

25

Mnesarco.

Empezaba a cerrar la noche. Para romper el agobio sentimental del

momento, descendió Pitágoras ágilmente por el declive del altozano, en

derechura a su morada, y se perdió entre los pinares en sombra.

Lentamente le siguieron Partenis y Mnesarco.

Miró éste a su esposa, la serenidad recobrada. Enlazó los hombros de

ella con su robusto brazo, y le dijo cálida y amorosamente:

— Su vida no nos pertenece. Recuerda. Nos fue dada en custodia para

que la brindáramos, en su día, al mundo. ¡Que Apolo, el dios de la sabiduría y

de la luz, guíe siempre sus pasos!.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

26

III.- JUVENTUD

Naucratis — Cita en la Luna — Recuerdos — Aparición de

la Madre — Resurgimiento Interno — A Heliópolis.

uando después de las grandes lluvias, las limosas aguas del Nilo

vertían al mar su anchuroso caudal rojizo, Naucratis, la ciudad

griega de Egipto, más ceñida a su suelo, más reducido el ámbito de sus vastos

esteros de sequía, pero segura tras el soporte de su alto dique oriental, ofrecía

un espectáculo único de belleza incomparable.

Pasada la época de las tormentas, la atmósfera aparecía seca, como

barrida. El aire nítido bruñía y transparentaba, acercándola y haciéndola como

translúcida, toda perspectiva. Y la ciudad surgía de la gran boca canópea del

Delta, pulida como una joya.

Desde muy lejos, entonces, se precisaban, sobre un cielo violáceo de tan

azul, los mínimos detalles de la ciudad.

La vida de Naucratis se centraba en su puerto. Sus vastos fondeaderos

eran entonces más propicios a la navegación de aguas profundas. En sus

dársenas se apretaban las naves multicolores procedentes de lejanos países. Y

a lo largo del gran canal navegable de la desembocadura, se veían llegar, de

allende el río, de tierras adentro, en tropel, multitud de menudas

embarcaciones llevadas por la corriente del río, conducidas por un solo

batelero de piel rojiza como el agua.

Esta pequeña flota llevaba a Naucratis, para su exportación, los

productos, cada vez más solicitados, del país de los faraones. Las pieles, los

troncos de los abundantes sicómoros, las maderas olorosas y el marfil de

Nubia. Las turquesas, las plumas de avestruz, el papiro, los tejidos, los útiles

manufacturados en el medio y en el bajo Egipto.

Era Naucratis la moderna y reciente colonia griega del Delta, dotada por

las preeminentes ciudades jónicas e instituida gracias al beneplácito y

generosidad de Amasis, el faraón. Mimaba él con especial predilección la

próspera colonia griega enclavada en su suelo, porque el rey de Egipto llevaba

en las venas, por línea materna, sangre griega.

Otorgó a la ciudad fueros propios y libróla de impuestos. Dio facilidad a

toda índole de transacciones, y la miraba crecer y hermosearse no sólo con la

C

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

27

benignidad del padrinazgo, sino con el interés de la consanguinidad.

Desde comienzos de su largo y próspero reinado, las relaciones

comerciales y culturales entre la Grecia metropolitana, las colonias y Egipto,

beneficiaron inmensamente no sólo a ambos países, sino a todo el mundo

civilizado tanto de oriente como de occidente.

Cada vez que la luna alcanzaba su pleno, ascendía Pitágoras, como si

cumpliera un periódico y tácito ritual, las amplias gradas del Templo de

Hermes, situado al este de la urbe, en su parte más alta, junto a la cortadura

del dique.

Apoyado en la baranda que rodeaba el sacro recinto, cara al mar,

esperaba, solo y en silencio, el advenimiento de la noche y la ascensión de la

luna llena.

Era el tiempo convenido para el espiritual mensaje entre él y su madre.

Era la noche cíclica que le debía a ella.

Antes de salir de Samos, juraron ambos unir sus pensamientos

contemplando el astro nocturno. Nunca faltó a la cita.

Esta especie de periódico y perdurado idilio reconfortaba, en su soledad,

el alma de Pitágoras.

Aquel día se anticipó a la celeste reunión. La noche no había cerrado

aún. ¿Contribuía acaso a esta premura suya la proximidad de la primavera?.

Pitágoras sabía que siempre, los acontecimientos decisivos de su vida

tenían lugar en aquel período del año. Vino al mundo en la primera luna de la

estación florida. La misma le condujo a Samos, de niño. Ella le abrió más

tarde las puertas de la culta Mileto y por fin lo condujo a Naucratis cuando, ya

hombre y en posesión de todos los conocimientos asequibles en las islas de la

Jonia, decidiera ir a Egipto en busca de la más honda sabiduría que guardaba.

Alto y recio, imponente y hermoso como un dios, flotante al viento

marino su manto entreabierto, agitados los bucles de su cabello sobre la frente

meditativa tostada por el sol africano, contemplaba Pitágoras la dilatada franja

rosada que dibujaba, en la lejanía, la unión de las rojas aguas del Nilo con el

azul del mar.

El río arrastraba aún, de las últimas inundaciones, diversos objetos por

su caudal crecido. Casi rozando la recia pared del dique, pasaban, a la sazón,

sobre una verde balsa de algas flotantes, unos blancos nenúfares

desarraigados.

¿De dónde vendrían aquellas flores?. Pitágoras las miró pasar, candidas

y lentas, con la mirada enternecida como se contemplan los cadáveres de los

niños. Las siguió hasta que se perdieron en la penumbra de la lejanía.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

28

Poco a poco se fueron cerrando todas las perspectivas. Cortinas de

sombra verde, violada, azul, cubrieron por todos lados el mar y la tierra.

Muy lejos creyó divisar, un momento aún, hacia el norte, como un

punto de luz incierta, la claridad de las flores sobre el mar.

Pensó Pitágoras que ellas, como su pensamiento, llevaban la dirección

de la isla amada. ¿Llegarían a sus orillas?.

Su viva imaginación de griego y de jonio entrevió entonces como si las

flores llegaran a la playa de Samos, a los pies de su madre que también

esperaba, como él, que emergiera en el firmamento la luna llena para depositar

en el astro la confidencia de su amor al hijo ausente.

Por fin cerró la noche y reina de un cielo cuajado de estrellas, apareció

la redonda luna. Entonces pensó más intensamente en ella.

Aquella noche de primavera sentía la extraña e imperiosa necesidad de

hacerle a través del astro en el que confluían sus amorosas miradas, la

confesión completa de su larga ausencia. Esta vez le rendiría la noche entera.

¿Recibiría ella, velante en su isla, la confidencia del hijo?.

Pitágoras revivió, paso a paso, el pasado, desde que abandonara,

adolescente aún, sus paternos lares.

Vióse, sereno en la despedida, junto al embarcadero de Samos, ardiente

la mirada por la avidez de conocimiento. Vióse luego como absorbido por el

vórtice razonador que era entonces la Escuela de Mileto. Rememoró las

enseñanzas del viejo Tales, sus teorías sobre la evolución de la materia y las

leyes del infinito, sus lecciones de física. Vio al lado del maestro al joven

Anaximandro sustentar revolucionarias teorías sobre la constitución del

cosmos, sobre la ciencia de la naturaleza humana y divina.

Vio la multitud de sus condiscípulos, atraídos al Instituto milesio para

enriquecer sus conocimientos. En aquella interfusión de lenguas y de razas,

vióse a sí mismo asimilar con voracidad, junto a los teoremas de la ingeniería

práctica y las ciencias naturales, las normas de legislación y buen gobierno.

Allí aprendió el estilo de la mejor dialéctica. Cultivó la oratoria y la sofística

al uso. Adquirió todas las astucias de la controversia y todos los resortes del

convencimiento. Aprendió lenguas. Perfeccionó técnicas.

En su larga estancia en Mileto, tuvo varias veces noticias de sus padres.

Y él les enviaba con frecuencia las suyas.

Cuando ya Mileto no colmaba su capacidad de asimilación, el ansia de

mayores conocimientos le decidió a seguir la línea trazada en su juventud.

Decidió ir a Egipto.

Se vio entonces surcar el mar hondo y sin islas, y arribar un buen día a

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

29

la blanca meta de sus sueños: Naucratis.

Desde su llegada hasta entonces, se sucedieron largas sequías y

estaciones lluviosas. Nada más supo de sus padres.

Merced a la recomendación de Polícrates, Pitágoras fue recibido en

Naucratis como un destacado personaje.

Era aquél un momento interesante de la historia de la ciudad. El genio

griego acaparaba y absorbía cada vez más el tráfico comercial a las otras urbes

egipcias del Delta y sus proximidades. Al mismo tiempo, detentaba la

primacía del intelecto en las ciencias y en las artes. Se multiplicaban los

centros de enseñanza y los templos. Se enriquecían su biblioteca y su museo.

Se departía acaloradamente en el gimnasio y en la plaza pública, en las

mansiones privadas y en los jardines, en la biblioteca y en los templos, sobre

toda índole de temas, desde la transacción comercial a la ética más pura.

Desde el último producto manufacturado, hasta el más allá de la muerte.

Con la llegada de Pitágoras, la Escuela de Mileto tuvo en Naucratis

mayor preeminencia y representación. Con sus conocimientos técnicos sugirió

atrevidas obras de ingeniería y de embellecimiento de la ciudad. Aprendió

pronto no sólo la lengua y la escritura egipcias, sino la arábica y algunas del

lejano oriente. Se entendía con los negros comerciantes nubios y con los

transeúntes del desierto líbico. Merced a su conocimiento de los dialectos

griegos, el jónico, el oelio, el aqueo y el dórico, amén del fenicio que aprendió

de niño de boca de su nodriza sidonia, Pitágoras era el mejor y más solicitado

intérprete de Naucratis.

A su puerto llegaban cada vez en mayor número, esbeltas naves de

todas las latitudes, navegantes de lejanos periplos. La riqueza y el lujo crecían

en la ciudad.

Aquel lugar floreciente, atrajo poco a poco del centro y sur de Egipto, la

población más culta y poderosa. Muchos sacerdotes iban a ella para asimilar el

espíritu moderno de los griegos y su civilización. Pero no dejaba por ello de

inquietar a su casta poderosa el auge creciente de aquella colonia exótica en el

viejo país tradicional de la sabiduría y de la fe. Varias veces hicieron llegar

sus quejas al faraón.

Pero Amasis, de espíritu ágil y gran estadista, era el primero en

considerar el beneficio de aquel injerto de civilización progresista en la vieja

tierra de los reyes divinos y era tolerante con los griegos.

En el decurso de su confidencia. Pitágoras se vanagloriaba

inconscientemente, ante la madre, de su destacada aportación al crecimiento

de Naucratis. El era allí el pedagogo más solicitado, el orador más brillante, el

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

30

intérprete y el traductor más consultado. El organizaba los mejores

espectáculos líricos de poesía, de danza y de música. Era el impulsor de los

juegos, el animador de las controversias públicas y privadas...

Y, satisfecho, sonreía a la luna, la faz alzada a su radiante cenit.

Entonces tuvo un fugaz atisbo de clarividencia guiadora.

Encuadrada por el marco de plata del astro nocturno, vio aparecer un

instante el busto de su madre.

Su hermosa faz ya levemente ajada, ornada de cabellos grises, inclinóse

hacia él bajo el manto obscuro que la cubría, y le dijo, sonriente: “¿Lograste la

sabiduría que viniste a buscar aquí, hijo mío?”.

La visión desapareció. Pero su significado prendió inmediatamente en el

alma expectante de Pitágoras.

Cerró los ojos, la cabeza levantada aún, y meditó largamente así sobre

las tiernas palabras de la aparición.

Y díjose a sí mismo: “En efecto, ¿Qué viniste a buscar a Egipto, la fama

o la sabiduría?”.

Su alma vio claro el imperativo de su misión. Entonces, tuvo un lapso

de hondo enternecimiento. Todo lo que había logrado a la faz del mundo, todo

lo que era su varonil hermosura, su destacada personalidad, su brillante

prestigio, desaparecieron, se borraron de golpe, como absorbidos por su

evocado ideal interno.

Se sintió indefenso como un niño, humilde ante la inmensidad del

destino que lo reclamaba, solo en la nueva noche abierta ante su alma...

En voz baja, clamante y temblorosa, dijo a la luna, como justificándose:

“Madre mía: Yo intenté varias veces, desde mi llegada, ser admitido en

el seno de los Misterios. Me fue denegado siempre. Los sacerdotes no me

abrieron las puertas de sus santuarios. Ayúdame tú, ahora, a requerir la dádiva

de su sabiduría...”.

Oyó Pitágoras sus propias palabras como si vinieran de muy lejos, del

fondo insondable de sí mismo. Como si se abrieran como flores a la luz

confidente de la noche.

Entonces le invadió una gran paz. Una paz inmensa que borró de su ego

hasta el último contorno de su pasada personalidad.

Respiró hondamente y por un instante, tuvo la conciencia de su

identificación con el universo.

Después, como si despertara, puso en tensión todos sus miembros

ateridos por el frescor de la noche y la larga inmovilidad. Anduvo a grandes

pasos rodeando la linde del sagrado recinto solitario.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

31

Cuando descendía las amplias gradas del Hermeión, empezaba a clarear

el cielo de oriente.

Desde entonces, fiel a una íntima promesa, Pitágoras se fue retrayendo

de la vida pública.

Paulatinamente se confinaba. Pasaba la mayor parte del día en la

biblioteca, en su morada o en el templo. Renunció a cargos y a honores. Y se

consagró al estudio de los libros sagrados y a la meditación.

Hallándose un día enfrascado en sus pensamientos, le transmitieron el

aviso que un emisario del faraón deseaba verlo.

Lo recibió con una gran serenidad, como si lo esperara. Le entregó una

misiva de Amasis. Abrió el sellado rollo de papiro, y leyó:

“Por fin me ha sido comunicado que el gran hierofante accede a

admitirte como novicio en la escuela sacerdotal de Heliópolis. Emprende el

viaje”.

Atendiendo la orden, salió Pitágoras de Naucratis el mismo día.

Cuando llegó a la Ciudad del Sol, famosa en todo el mundo por la

sabiduría de su cuerpo sacerdotal, fue conducido en seguida por una amplia

avenida de esfinges, a presencia de Eunufis, el sumo sacerdote, un anciano de

alba veste talar, barba lacia y obscura tez de pómulos salientes.

Al hallarse ante su presencia, Pitágoras hizo ademán humilde de

postrarse. Pero el hierofante le detuvo, poniendo ambas manos en sus

hombros. Entonces, acercándose más a él, le miró fijamente el centro de

ambos ojos. Y con voz lenta y grave, le dijo:

— Te hallas en disposición de ser admitido. Teníamos puestos los ojos

en ti desde tu llegada a la vieja tierra de Osiris. Prepárate, sin embargo. Te

esperan largas y durísimas pruebas. Si triunfas, te será concedida la suprema

investidura de Iniciado e ingresarás en la fraternidad de los Hijos del Sol.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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IV.- MADUREZ

Llegada a Babilonia — Hacia el Templo — Ritual de las

Danzas Cíclicas — La Recepción — La Morada de Baal — El

Santuario Astronómico — “Tuya Será Nuestra Sabiduría...”.

e las calles adyacentes a la arteria principal de la inmensa urbe

babilónica, acudía en tropel una enorme multitud que avanzaba,

apiñada, por la ancha avenida bordeada de arcadas que flanqueaba el río.

Aquella prisa obedecía a las repetidas llamadas sonoras de los grandes

discos metálicos heridos por las mazas de los sacerdotes y que se hallaban

suspendidos en la terraza más alta del templo de Baal.

Entre aquella multitud apresurada, llamaba la atención por su andar

reposado y por su sobresaliente estatura, un hombre maduro de majestuoso

porte. Una larga capa de color cobrizo pendía de sus anchos hombros a todo lo

largo de su figura. Su diestra sostenía un alto cayado de peregrino. Los bucles

de sus cabellos en desorden se teñían de plata en los bordes de las sienes y se

unían a la corta barba rizada formando marco a su faz serena, de varonil

hermosura.

Contemplaba a la sazón, lleno de curiosidad, aquella multitud creciente

que se adelantaba a su paso y que parecía arrastrada por una fuerza cósmica

como el caudal de un río después de las tormentas.

Insensiblemente, como rezagado a la orilla por aquella ingente corriente

humana, se encontró a un lado de la ancha vía, bajo las arcadas que remataban

el muro del gran canal del Eufrates.

Se detuvo entonces el peregrino y se asomó al río profundo y

murmurante. Y pensó en el imperativo común de la ley que arrastraba del

mismo modo aquellas aguas y la multitud hacia la búsqueda de un objetivo

común: el templo o el mar, símbolos de la inmensidad. Pero en tanto que las

aguas descendían buscando el líquido nivel igualitario y cósmico, la gran

corriente humana seguía inconscientemente la gravitación contraria: el

ascenso, la ley perenne de la evolución en cuya altura se halla la morada

última donde espera la propia divinidad.

Siguió luego sin apresuramiento la dirección de la riada humana.

Su hábito de viajero, su gran capacidad de observador, de catador de

D

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

33

escenas y de paisajes, le hacía detenerse de vez en cuando a contemplar las

ponderadas y suntuosas bellezas de Babilonia.

Atravesó el gran puente de piedra sobre el río, prosiguiendo la dirección

del gentío.

El puente daba acceso, en derechura, a un gran paseo ascendente a cuyo

extremo se erguía la maravilla del templo de Baal, la suprema deidad de los

caldeos.

A un lado y a otro de la amplia vía aparecían los principales edificios

públicos y privados y muy cerca del templo, el palacio real.

Se hallaba éste ornado por uno de los más bellos jardines colgantes cuya

nombradía hiciera famosa a Babilonia. Lo que fuera un tiempo iniciativa y

capricho de su reina Semíramis, había cundido especialmente en aquella parte

principal de la aristocrática ciudad.

Gustaba el viajero de contemplar aquellas originales maravillas.

Constituían una nota de color deslumbradora aquellas inmensas terrazas

superpuestas de ladrillo rojo bordeadas de flores y de las que pendían

verdaderas cortinas volantes de finas enredaderas.

Cuando más abstraído se hallaba en su contemplación, oyó a su lado

una voz que le decía en pura lengua ática:

— Es un espectáculo único, ¿No es cierto?. Apostaría a que eres griego.

¿Me equivoco?.

El extranjero se volvió al que así le interpelaba. Era un hombre de

mediana estatura e indefinida edad, más bien viejo, de cara rasurada y cabeza

completamente calva, pero de cuerpo aun erguido y vigoroso. Su boca

desdentada sonreía a la sazón y sus ojillos redondos y vivarachos se fijaban en

la mirada clara, ancha y magnética del peregrino.

— Efectivamente — contestó éste por fin, con voz grave y templada. —

Soy de Samos.

— Sin embargo, este indumento...

— Acabo de llegar a Babilonia del lejano oriente. Visité la India.

— ¡Por Dionisos!. ¡Excelente viajero!. En cuanto te distinguí entre la

multitud, me ladeé también para seguir tus pasos. Tenía el convencimiento de

que éramos compatriotas. Yo soy megarense, avecindado desde mi juventud

en Atenas. Soy senador vitalicio. Me llamo Hidamas. He venido a Babilonia

como consejero del enviado diplomático. Estuve aquí en otra ocasión, hace

muchos años. Conozco bien la ciudad. Si me necesitas como guía...

Agradó al forastero la llaneza y verborrea del anciano. Sonrió a su vez y

díjole un tanto irónicamente:

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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— En verdad, no puedes negar el injerto de ateniense. Estimo el

ofrecimiento. Yo soy Pitágoras, hijo de Mnesarco.

— ¿Vas acaso al templo?. Hoy hay solemnidad. Los magos han

anunciado para esta hora la entrada del sol en el solsticio de verano.

— No sabía. Pero iba precisamente al templo. Llevo una recomendación

para el maestro de coros. Fue discípulo mío de música y danza en Naucratis,

hace ya muchos años. Después, la gran emigración de Egipto, motivada por la

invasión de las tropas de Cambises nos juntó de nuevo en un pequeño puerto

de Fenicia. Seguimos entonces dos rutas distintas. El volvió a su patria,

Babilonia. Yo emprendí mi proyectado viaje a oriente.

Ascendían ambos con lentitud y seguían conversando como si fueran

antiguos conocidos.

Pitágoras parábase a trechos para contemplar el espectáculo de aquellos

pródigos vergeles encaramados en las terrazas de tantos edificios.

— Acertaste en llegar en estas fechas — dijo el anciano. Y señalando

una de aquellas espléndidas floraciones. — Dentro de poco, el sol ardiente las

abrasará. El calor de la canícula es insoportable en Babilonia.

Llegados al extremo de la gran avenida, contempló Pitágoras ya cerca la

mole inmensa, triangular y escalonada, del templo de Baal.

Este edificio sobresaliente y único, no ostentaba en sus fachadas el color

uniforme y rojizo de ladrillo cocido al sol, de todas las demás edificaciones de

Babilonia. Por el contrario, cada planta de la inmensa fábrica, en número de

siete, ostentaba un brillante color distinto y remataba su más alto y reducido

piso una gran cúpula de oro bruñido.

Atravesaron la plaza principal y se hallaron ante una fachada de estrías

verticales de estuco verdoso. Dos grandes leones de diorita, alados y con

cabeza humana, guardaban el ancho portal.

La gente se apiñaba a la entrada del templo.

Los dos griegos se sumaron a aquella abigarrada multitud y lentamente,

fueron impulsados hacia el interior a través del corto pasillo de los anchos

muros.

Se encontraban en una amplia nave, bañada por una luz cenital verdosa

que se derramaba a través de una gran cúpula incrustada de transparentes

jaspes. El gran cuadrilátero de la sala sostenida por columnas, quedaba en una

dulce y misteriosa penumbra. Cubrían los muros infinidad de tapices bordados

con símbolos e imágenes mitad hombres y mitad animales.

La multitud se apretaba, de pie, en los ángulos y a todo lo largo de los

recios muros. El silencio era general. Acababa de comenzar el oficio.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

35

Merced a su destacada estatura, pudo observar Pitágoras todos los

detalles del ritual caldeo.

En torno a una pira central alimentada con maderas aromáticas, se

alineaban cinco sacerdotes tocados con altos birretes cupulares de metal.

Llevaba cada uno una túnica de color distinto con vistosos emblemas a franjas

transversales de alamares y pedrerías que rutilaban al reflejo de la llama

central.

Formando un ancho círculo alrededor de ellos, se iban situando seis

sacerdotes y seis sacerdotisas, alternadamente. Iban éstos por igual con la

cabeza destocada, ceñida sólo por una corona cincelada con distintos signos y

cubiertos por una túnica de grueso tejido gris salpicado de estrellas de plata.

Rodeaba su cuello, sobrepasando los hombros, un ancho pectoral metálico

labrado con extraños símbolos. Cada uno de estos doce sacerdotes ostentaba

en la diestra una enseña de forma diferente.

Cada uno de los que formaban el círculo externo ocupó su lugar en

torno a una gran rueda dibujada en el suelo por losas amarillas. De la

circunferencia partían radios, triángulos y cuadrados superpuestos de distinto

color.

Una vez situados, permanecieron los oficiantes inmóviles.

Al cabo de un rato, vio Pitágoras abrirse dos largos tapices del fondo del

recinto y aparecer, revestido con toda la pompa de las enseñas del ritual

caldeo, el gran pontífice, el sumo sacerdote que encarnaba el cuerpo de Baal.

Detrás de él apareció una joven sacerdotisa cubierta de blanca veste talar, la

rubia cabellera suelta, sujeta por una brillante diadema en forma de media

luna. Con las dos manos tendidas sostenía una redonda pátera de metal

plateado con perfumes sagrados.

Siguió a la aparición un gran estremecimiento de la multitud. Pitágoras

percibió, como un impacto, la corriente psíquica, mezcla de temor y de

reverencia, que estremecía a los asistentes.

El gran mago fuese en derechura hacia el centro de la sala. Aproximóse

a la pira llameante que iluminó su grave rostro y tomando con la mano

izquierda una porción del polvo de la pátera de la sacerdotisa, espolvoreó el

fuego. Una gran llama se alzó, majestuosa, en medio de una fina niebla

perfumada que se fue dispersando en el ambiente.

En voz baja pronunció entonces el gran sacerdote unas palabras de

poder. Era la invocación primera al espíritu del sol, el ordenador oculto de la

ceremonia.

La multitud rezaba y las ondas de su murmullo llegaban a los oídos de

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

36

Pitágoras como el rumor de una inmensa fronda.

De pronto, estremeció todo el ámbito interior del templo una intensa

señal sonora. Era un golpe seco, rotundo, pero que tenía la virtud, al vibrar y

prolongarse, de dividir su eco en múltiples y suaves resonancias que producían

al oído una sensación insólita.

En voz muy baja, dijo a Pitágoras, acercándosele, el megarense:

— Es el instante preciso del solsticio.

Entonces vio cómo el gran mago tendía su diestra que sujetaba el

mango de un pequeño tirso de pomo redondo y dorado, y tocaba con él la

avivada llama. Luego, solemnemente, sin moverse del lugar central, fuese

volviendo en todas las direcciones haciendo ademán de asperjar a los

sacerdotes y a la multitud congregada, dando al aire repetidos golpes en torno

con su tirso.

Luego, él y la sacerdotisa ocuparon un lugar entre los cinco sacerdotes

que formaban la cadena del primer círculo en torno al fuego.

Transcurrieron unos momentos de riguroso silencio. Al poco rato se

inició una música de acordes prolongados, como si procediera de diferentes

tubos de cristal. Aquellos extraños sonidos tenían la virtud de vibrar de tan

peculiar manera que a cada oyente le parecían emitidos a su vera y como

brotados del aire mismo que lo rodeaba. Era imposible localizar su

procedencia. Diríase que producía aquellas armonías un poder sobrenatural.

Pitágoras cerró los ojos beatíficamente, como para asimilar mejor el

mensaje de los espíritus que transmiten la música.

Cuando los volvió a abrir, vio al sumo sacerdote que, salido del círculo

interno, se dirigía a la periferia de la gran circunferencia, hacia una de las

sacerdotisas de hábito gris tachonado de estrellas.

Se paró junto a ella y con la bola de un tirso golpeó suavemente la

enseña de metal que sostenía ella en su diestra y que simbolizaba un cangrejo.

Luego golpeó del mismo modo el pectoral plateado que ostentaba la enseña

del mismo animal.

A aquella señal, representativa de la entrada del sol en el signo solsticial

de Cáncer, el gran círculo constituido por doce sacerdotes de ambos sexos se

puso en movimiento, siguiendo la franja amarilla del suelo.

El gran mago, con su rubia barba rizada y su veste bordada de oro

permaneció un momento ante la sacerdotisa y pronunció unas palabras lentas,

como un canto. Era la melopea de invocación al espíritu de la estación que se

iniciaba, implorando sus beneficios.

Después, solemnemente, dio unos pasos y se dirigió hacia la encendida

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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pira.

Los sacerdotes del círculo interior fueron irrumpiendo entonces, por

orden, en el espacio circular y, obedientes a la órbita prefijada por el planeta

que cada cual representaba, y al compás de su música propia, que ellos

clasificaban dentro de la gran armonía que llenaba el espacio, iniciaron una

bellísima y complicada coreografía. Era aquélla una de las más bellas y

famosas danzas cíclicas del ritual astrológico caldeo.

Evolucionando dentro del círculo zodiacal, cada sacerdote-estrella

fingía un curso y un movimiento distinto dentro de la trayectoria del año

sideral. Giraban y se movían armoniosamente. De vez en cuando uno se

estacionaba, daba unos pasos atrás, y reemprendía la marcha con un ritmo

plástico y musical admirable.

Cuando, en el decurso de aquella sagrada danza, rozábanse los

sacerdotes, chocaban sus emblemas y fundían con el sonido el mutuo

magnetismo.

Entre todos aquellos hermosos sacerdotes danzantes, destacaba la

agilidad y la gracia de la rubia sacerdotisa, encarnación de la blanca Isthar, la

luna venerada, la esposa del sol.

Era siempre aquella sacerdotisa una magnífica danzarina. Poseía un

largo entrenamiento artístico-religioso y se entregaba en cuerpo y alma a su

bella liturgia. Trenzaba en el aire los más encantadores movimientos de brazos

y piernas y era un gozo para los espectadores seguirla y verla evolucionar en

medio de la lenta danza conjunta. Giraba velozmente, contando el número de

sus rotaciones, medía sus saltos y trenzaba en el aire las más graciosas

posturas.

Cuando los sacerdotes del círculo externo retornaban a sus iniciales

lugares, la danza cíclica había terminado.

Para los profanos en los misterios, era aquella ceremonia un espectáculo

indescifrable. Pero gozaban de su belleza. Les penetraba el mensaje de la

armonía y se beneficiaban de su magia. Terminado el ritual, sentían saturado

su espíritu de la grandiosidad y magnificencia de los misterios del infinito.

Después de la danza cíclica, mientras se extinguía la llama de la pira,

comenzaba la plática final del gran mago pontífice. Entonces exhortaba a la

virtud distintiva del acontecimiento sideral que se celebraba, a sus prácticas

religiosas e higiénicas. Finalmente invocaba sobre la multitud el influjo de los

espíritus planetarios y daba a los circunstantes su bendición solar.

La multitud fue abandonando, poco a poco, el templo. Pitágoras se

despidió de su amable acompañante y aguardó a que todo el público saliera,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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arrimado a un ángulo de la sala.

Cuando el recinto quedó vacío, se encaminó hacia uno de los ayudantes

del templo en el momento en que se disponían a cerrar su gran portal y le rogó

que le condujera a presencia del maestro de coros.

El joven lo miró detenidamente. Seducido por la majestad y el imperio

que emanaba del extranjero, le hizo seña de que lo siguiera.

Franquearon la puerta del fondo de la gran nave, atravesaron dos

cámaras sucesivas donde se guardaban los objetos del culto y penetraron en

una sala con bancos de madera adosados en la pared. El ayudante de

ceremonias rogó a Pitágoras que esperara allí y él desapareció por una puerta

contigua.

Pasó un buen rato cuando aquella puerta se abrió de nuevo apareciendo

en el umbral un hombre bajo, nervudo y vigoroso, de carne dura y ceñida, de

salientes músculos. Llevaba la ropa talar a franjas transversales con símbolos

bordados, propia de los sacerdotes caldeos.

Miró un rato con seriedad a Pitágoras. Al reconocer a su antiguo

maestro, que se levantaba y avanzaba hacia él en aquel momento con los

brazos tendidos, su semblante cambió de expresión. Una franca sonrisa lo

iluminó y dio un paso hacia el visitante griego. Los dos hombres se abrazaron.

Cruzaron unas palabras en perfecto dialecto jónico. Pitágoras pedía ser

presentado al colegio sacerdotal.

El maestro de coros frunció el ceño. Luego mirándolo otra vez

reflexionó un rato. Por fin le dijo, decidido:

— Acompáñame.

Anduvieron juntos a través de obscuros pasadizos. Atravesaron un patio

y se hallaron frente a una dependencia anexa al cuerpo principal del edificio.

— Aquí mora la comunidad de ancianos que regenta el templo. Aguarda

un rato.

Mientras esperaba, contempló Pitágoras detenidamente las imágenes en

bajorrelieve policromado grabadas en los zócalos de ladrillo del patio.

Representaban una procesión de hombres y mujeres con vestiduras

litúrgicas llevando los objetos de ritual. Y se entretuvo en establecer las

concomitancias de aquellas representaciones y de aquellos instrumentos

culturales con los egipcios y los hindúes, cuyo simbolismo le era familiar.

El maestro de coros, entrando otra vez, lo sacó de sus introversiones. Le

invitó a que lo siguiera.

Pronto se encontraron ambos en presencia de un grupo de ancianos

magos sentados en sendos sitiales en torno a una mesa de cedro, con

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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incrustaciones de metal. Pitágoras se quedó suspenso, de pie ante ellos. ¡Cuan

venerables le parecieron todos!. Sus vestes blancas, sujetas por cinturones de

discos dorados, se confundían con sus cabellos y sus barbas sedosas.

Todos los ancianos volvieron la vista hacia el intruso y lo examinaron

en silencio.

— Acércate, extranjero. ¿Qué quieres de nosotros? — preguntó a

Pitágoras, levantándose de su sitial, el anciano de mayor prestancia, el

Hierofante Zar-Aadas.

— Vengo en busca de sabiduría — contestó humildemente Pitágoras.

— Anhelo conocer los misterios del ritual caldeo. Sólo a eso vine a Babilonia.

— ¿Qué merecimientos aduces para lograr tan alto don? — inquirió el

mismo anciano clavando con más penetración en él la magnética mirada.

— Toda una vida de ansiosa búsqueda — respondió decidido, aquél. Y

prosiguió — Nací y me eduqué en Grecia. Pasé a Mileto y a Egipto. Estudié

en los colegios sacerdotales de Heliópolis, de Menfis y de Dióspolis. Visité la

antigua India. A orillas del sagrado Ganges, oí la palabra del iluminado

príncipe Sidharta, llamado el Buda. Atravesé el Nepal. Navegué por el Indus y

conocí los misterios de la tradición brahmánica. Anduve luego por toda la

Persia y aprendí a venerar el puro fuego bajo la forma divina de Ormuz. De

allí vine peregrinando a Babilonia para conocer el secreto ritual de los astros...

Los ancianos sacerdotes escuchaban atentamente el breve relato de

Pitágoras y lo contemplaban con creciente interés.

Zar-Aadas, el venerable anciano que le dirigiera la palabra insistió,

después de un momento de reflexión:

— ¿Puedes justificar ante todos nosotros el fruto real de lo conseguido

en tus peregrinaciones?.

Entonces Pitágoras, sin decir palabra, serena y decididamente, dejó caer

con un leve movimiento de los hombros la capa que lo cubría, abrióse la

túnica con ambas manos, y mostró, colgada sobre su ancho pecho desnudo, la

cruz ansata de oro, la enseña de los iniciados egipcios.

Al verla, todos los ancianos sacerdotes se levantaron de su sitial y se

acercaron a Pitágoras inclinándose ante él reverentemente.

Y el más noble de los ancianos le dijo con voz solemne:

— Hermano, ningún secreto del rito te puede estar vedado. En adelante,

este templo será tu morada. Contigo compartiremos el pan, el estudio, el

recreo y el trabajo. Tuya será nuestra sabiduría.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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En la madrugada del día siguiente, después de tomar su ablución

purificadora, Pitágoras meditaba en la celda apacible que le había sido

designada en la comunidad de sacerdotes del templo de Baal.

Alguien llamó suavemente a su puerta. Abrió. Ante él se hallaba su

antiguo discípulo y amigo.

— Tengo orden de los ancianos — díjole — de hacerte los honores de

la mansión del dios. ¿Quieres seguirme?.

Pitágoras se dispuso, de buena gana, al matinal recorrido. Y siguió

complacido a su guía por las distintas dependencias del templo.

Atravesaron el patio, ya conocido de Pitágoras, los corredores y

estancias de la víspera y llegaron a la amplia sala de ceremoniales, toda

bañada de suave luz verdosa.

— Esta gran nave abarca toda la planta baja del edificio. Es, como si

dijéramos, el lugar de concreción, de cristalización de la doctrina secreta de la

religión caldea. Por ello, hablando en vuestra lengua y según la clasificación

griega, se halla bajo la advocación de Cronos, el planeta Saturno. Sin él,

ninguna ceremonia sería posible. Es el gran realizador. Este planeta da el tono

musical medio de la escala septenaria y el color correspondiente a la tierra, el

mundo de realización, también para nosotros, los encarnados. La música que

oíste ayer y que emanaba de siete tubos medidos según el número de cada

entidad planetaria, estaba acordada al diapasón de este planeta. La magia del

sonido es una de las grandes palancas para el levantamiento espiritual de las

almas y es aquí adecuadamente empleada. En cuanto al color verde que aquí

predomina consagrado al mismo planeta, tiene concomitancias con el tono

cromático de nuestra tierra contemplada a distancia, desde el espacio.

Después, Pitágoras y su acompañante ascendieron por una obscura

escalera interior, al piso inmediato.

En el edificio enorme de siete cuerpos superpuestos y escalonados que

era el templo de Baal, aquel estadio que se hallaba al ascender, representaba el

segundo peldaño de la séptuple gigantesca escala.

Una gran terraza rodeaba el muro cuadrangular, esculpido de metopas

con bajo-relieves entre verticales estrías de ladrillo cubierto de estuco rojo.

Los corredores y salas interiores se hallaban también decorados y tapizados a

base del mismo color.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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Estos son los dominios de vuestro Ares, el planeta Marte que preside las

guerras, las luchas, las conquistas, los esfuerzos, los impulsos, los deseos.

Aquí tienen lugar las pruebas de carácter marciano a que se somete al neófito,

aspirante a nuestros misterios. Algún día comprobarás el mecanismo interno y

externo de tales pruebas adaptadas a esta raza y a su misión. Si el piso inferior

representa lo denso, lo material, éste simboliza el mundo emocional o astral.

De allí ascendieron juntos al piso inmediato superior, cuya área era

proporcionalmente más reducida por el perímetro circundante de la segunda

terraza que lo rodeaba.

El tono dominante era el amarillo. A la luz matinal, las paredes, de

revestimiento cerámico, ofrecían una grata y alegre reverberación a la vista. El

interior era extraordinariamente luminoso. Los claros muebles de madera de

limonero y olivo se hallaban incrustados de metal dorado y de piedras

semejantes al ámbar y al topacio. Había, a lo largo de la habitación central,

unas largas mesas rodeadas de sillares. Las paredes se hallaban cubiertas de

altos armarios a la sazón cerrados.

— Este tercer estadio — comenzó el guía de Pitágoras — se halla

consagrado a Hermes, el planeta Mercurio, el que rige los dominios de lo

mental. Este departamento se halla destinado a biblioteca y sala de lectura.

Todo cuanto se refiere al estudio y la investigación, a la enseñanza oral y al

desarrollo del intelecto de los neófitos, se centraliza aquí. En estos profusos

armarios, llenos de estanterías hallarás, si te interesa consultarlos, los famosos

“Oráculos Caldeos”, la auténtica tradición cosmogónica; el “Libro de los

Números”, mentor de todo nuestro ritual astrolátrico y la suprema teofanía de

los genios planetarios según las siete claves de comprensión... Además, podrás

releer si lo deseas, en el decurso de tu estancia entre nosotros, en lengua

caldaica, los cuarenta y dos libros de Toth-Hermes, la profunda liturgia

egipcia, la herencia de los viejos atlantes. En estas estanterías se hallan los

libros sagrados de todas las religiones antiguas y modernas.

A invitación del maestro de coros, subieron ambos el siguiente tramo de

la escalera central.

Se hallaban ahora en el piso azul.

— Este departamento se halla bajo la advocación de vuestro Zeus

menor, el espíritu planetario de Júpiter. El influjo de este lugar opera sobre lo

intuitivo o mente superior del individuo. Es también el estadio del amor en su

sentido religioso, de la simpatía, de la fraternidad. Desde aquí operan los

sacerdotes sanadores, en las horas propicias, sus curas mentales. Aquí tienen

lugar las comunicaciones telepáticas a distancia.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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Es también lugar consagrado a lo devocional, a la contemplación

interior para el que así lo prefiera. Aquí halla el adepto su dimensión

verdadera, su extensión en sus semejantes, la unión con el todo.

El piso inmediato superior, la quinta estancia en elevación, era de color

índigo.

Desde la terraza, a primeras horas de aquella mañana fresca y pura,

tenían las paredes el mismo color del cielo.

— Esta es la mansión del arte y de la belleza consagrada a Afrodita,

vuestra personificación del planeta Venus — dijo el maestro de coros. Y

sonriendo, añadió con visible satisfacción. — Son mis dominios. Aquí

ensayamos las danzas, los corales, la poesía, el canto y la música vinculadas a

los rituales de la planta inferior. En mi especialización, mucho debo a tus

antiguas lecciones. Tu recuerdo, tus consejos de entonces han acudido a mi

mente muchas veces. Tu presencia aquí, tu colaboración, puede sernos muy

útil. Tu condición de griego te hace especialmente sensible al mensaje de lo

bello y de lo armónico.

Constituía el piso una sola aula espaciosa, tapizada con el mismo

delicado tono azul índigo sobre fondo blanco, representando alegorías de

ángeles músicos y de genios que volaban y danzaban. Aquello parecía un

cielo. Una gran alfombra cuyo dibujo era una vasta circunferencia dividida

también en doce radios con un círculo interior central, llenaba todo el suelo

del salón. Arrimados a la pared había varios instrumentos músicos: arpas,

tiorbas, sistros, címbalos, trompetas, tamboriles, campanillas y trígonos

diversos, así como discos sonoros de varios metales y medidas.

Ascendieron otro tramo de la interior escalera.

Se hallaban ahora en la penúltima estancia, la más reducida de las seis

plantas cuadrangulares.

Era toda blanca, con un leve matiz violado.

— Es la mansión de Artemisa, la Luna, nuestra diosa Isthar, la mujer

sagrada vestida de luz, la madre del mundo, la esposa de Baal. Aquí se

descubre al neófito una punta de los siete velos que cubren el cuerpo de la

sabiduría. Aquí se enseña a desprenderse de la envoltura física a voluntad.

Aquí se estudia el mecanismo de los sueños. En estas estancias se efectúa el

tránsito del plano material a los mundos invisibles. Isthar es la mediadora. Ella

mantiene con su saber el lazo plateado que une el cuerpo con el alma. Se

practican también los rituales metapsíquicos, las metamorfosis en la

transparente materia estelar, luminosa y blanca que ella preside. El cuerpo en

que actúan los iniciados es la barca en que ella navega. Este es, en suma, el

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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laboratorio de los mundos sutiles.

Subieron el último tramo de la escalera.

Desde aquella elevada terraza, la más estrecha de todas, oteábase en

derredor la lejanía como a vista de pájaro.

Cerrando la dilatada perspectiva por oriente, divisábase, más allá de las

verdes riberas del Tigris, la inmensa codillera lejana del Kurdistán. Por el otro

lado, el aire transparente y fluido dilataba hasta el infinito la llanura desértica

de Arabia. En torno, rodeada por su fuerte y famosa muralla, la inmensa

ciudad de Babilonia.

A la plena luz del sol, las infinitas edificaciones de ladrillo daban a la

urbe, desde aquella altura, una uniformidad rosada, como si tuviera naturaleza

de flor. El río Eufrates, ceñido por el canal que partía la ciudad, dibujaba su

contorno obscuro, viril, y rumoroso.

Más allá del enorme cinturón amurallado de la ciudad, el río, más claro

y luminoso, se ensanchaba libre, entre prados verdes.

A la altura de los dos hombres no había más que la última dependencia

del sagrado recinto.

Era un templete redondo, rodeado de columnas fingidas y coronado por

una cúpula semiesférica de oro.

— Hemos llegado por fin al alto manantial de donde brota toda la vida

del templo y el mecanismo oculto de su ritual sagrado. Esta es la morada de

Baal, el sol, la vida de nuestro universo. Desde esta cúspide se ensancha al

descender el flujo vital que de él mana pasando por sus séptuples

manifestaciones o reflejos, para desembocar en el mar del mundo — díjole a

Pitágoras el guía. Y abocándose a la barandilla de la última terraza, señaló a

sus pies la mole cada vez más ancha del templo, hasta su base máxima.

Era el templete solar de muros estucados con un tono ocre brillante.

Sobre el dintel aparecía un gran disco alado. Ante la puerta, como un guardián

permanente, se hallaba la estatua dorada de un gran león alado con cabeza

humana barbada, tocada por un alto birrete de bordones circulares.

— Es el símbolo del iniciado de Baal — continuó el guía, señalando la

extraña figura. — El cuerpo de bestia representa la constelación del león, la

sede celeste del sol. Es, también, símbolo del poder y la fuerza del iniciado.

Las alas son propias del ave sagrada, el ave de la vida y de la inmortalidad, tan

exaltada también por los egipcios, y los orientales. La tau, la cruz primitiva,

cuya representación se pierde en la noche de los tiempos, en su más primaria

manifestación.

Entraron. Una música misteriosa, procedente, de una orquesta invisible,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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llenaba el ámbito aquel. Sin embargo, el santuario de Baal se hallaba vacío.

Pitágoras no vio en él más que una amplia mesa redonda de alabastro en el

centro, incrustada de símbolos en piedras de color y cruzada de líneas

geométricas.

Las paredes eran lisas, de un vivo color amarillo dorado. En su parte

superior se abrían numerosos ventanales que seguían la alta comba que

remataba la construcción y llegaban hasta el nacimiento de la cúpula central.

Viendo que Pitágoras los contemplaba en torno, díjole el guía:

— Son observatorios celestes. Con la ayuda de poderosos telescopios se

puede observar desde aquí, de noche, todos los fenómenos del firmamento.

Aunque rara vez hay que recurrir a esta índole de investigaciones, ya que los

magos poseen otros sentidos desvelados que les permiten observar más clara y

directamente, con la ayuda de cálculos matemáticos precisos, las evoluciones

de los astros y todos los fenómenos celestes. Pero lo maravilloso de este

recinto es esto — y el maestro de coros levantó el índice derecho señalando la

concavidad interior de la cúpula que les servía de techo.

Pitágoras levantó la cabeza y vio de momento una hondura azul

tachonada de puntos luminosos.

— Sigue observando — le advirtió el guía. Entonces, resguardando con

sus manos junto a los ojos el reflejo luminoso de los ventanales, contempló un

espectáculo maravilloso. Pequeñas esferas en relieve de distinto tamaño y

color ocupaban un lugar distintivo en el gran hueco estrellado. Pero lo curioso

era que del movimiento de aquellas miniaturas de los cuerpos celestes

provenía la armoniosa música cuyo origen no localizara al entrar, pero que tan

dulcemente hiriera sus oídos.

— Es la maravilla del templo de Baal — dijo al suspenso y mudo

Pitágoras el maestro de coros. — Es el universo en pequeño. Cada uno de esos

globos que ves tiene su ritmo y marcha propia. Cada astro, según su naturaleza

y su órbita, da su correspondiente nota musical y su peculiar melodía al pulsar

las cuerdas invisibles y sonoras del firmamento. Este mecanismo tan curioso,

debido a nuestros sabios sacerdotes ingenieros, es como un mínimo anticipo

de la coreografía y la música de las esferas que en sus éxtasis puede oír el

iniciado en toda su indescriptible realidad. Pero notarás algo que llamará tu

atención de culto observador. Si nuestra religión esotérica considera el sol

como centro de nuestro universo, y así consta en nuestro ritual y en nuestra

secreta teofanía, aquí ocupa el lugar central y fijo el astro que habitamos. Mira

el mapa celeste de proyección — continuó, señalando ahora la circunferencia

representada en la mesa de centro de alabastro —. El geocentrismo es

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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necesario para la práctica operante de toda teurgia astrológica que es la que

nosotros empleamos. No se puede actuar espiritualmente en tal sentido sobre

ningún individuo si no se conoce su filiación astral, la posición exacta de los

astros en el instante de nacer en este mundo. Entonces el individuo en cuestión

se convierte en el centro del universo. Lo mismo ocurre al estudiar los

fenómenos históricos o geológicos. Para escrutar los arcanos del porvenir, se

hacen aquí, sobre esta mesa, los horóscopos, a base de piezas movibles

superpuestas en este completo diseño zodiacal con planos y medidas. Las

posiciones planetarias exactas las da este mecanismo asombroso de la

cúpula...

Pitágoras contemplaba aquella obra de ciencia o de magia con reverente

silencio. Su alma veía entonces con más claridad las iluminadas perspectivas

de sus estudios entre los magos astrólogos del templo de Baal. Sus ojos

afanosos brillaban contemplando simultáneamente los signos de la mesa y la

estrellada cavidad azul de la cúpula.

El maestro de coros dijo, satisfecho, después de una larga pausa:

— La morada material del dios solar ya no guarda secretos para ti.

Pitágoras pensó entonces, lleno de esperanza, en las últimas palabras del

anciano sacerdote: “Tuya será nuestra sabiduría”.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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V.- GRECIA

En el Mar — Remembranzas — Otra Vez Samos —

Encuentro de la Madre — Tiranía de Polícrates — El

Emigrado — Creta —Esparta — Eleusis — Atenas — Delfos

— La Ruta del Sol.

esde la desembocadura del Meandro, costeando el litoral asiático,

se abarcaba, con todos sus pormenores, el perímetro de la Isla de

Samos desde el sur.

En la parte oriental, muy cercana a la costa del continente, aparecía la

mancha blanca de la ciudad como una media luna recostada a orillas del mar.

Cuando la nave, más arrimada a la tierra continental rozaba con su

quilla las sirtes del río, el alto y avanzado promontorio de Micale, con su gran

templo de Poseidón, patrimonio de toda la federación jónica, parecía

constituir, por su proximidad, parte de la Isla.

De pie, apoyado en el mástil central, sobre el albo fondo de la vela

inflada, Pitágoras creyó un instante rememorar, desde lo más lejano e

impreciso de sus recuerdos, aquella misma visión.

¿Era un vago atisbo de su temprano viaje a la tierra de sus mayores

cuando por primera vez contemplara desde el mar la isla en brazos de su

nodriza o de su madre?.

En plena madurez, sazonado de conocimiento y de experiencias,

retornaba ahora al hogar paterno.

Su pensamiento se anclaba retrospectivamente en las causas ocultas de

su retorno a las tierras de Grecia. Veía mentalmente a toda la comunidad de

los sacerdotes de Baal congregada para despedirle. Y le parecía oír aún el eco

profundo de la voz profética del gran anciano: “He leído tu horóscopo. Los

astros anuncian el comienzo de tu gran misión en el mundo. Bajo tu guía y tus

enseñanzas, esperan a Grecia muy altos destinos. Sigue, tanto en lo interno

como en lo externo, la ruta del sol. En el gran templo de Tiro, en tierra fenicia,

nuestros hermanos te develarán otro fragmento del misterio que cubre a Isis-

Astarté, la diosa velada, la sabia naturaleza. Luego tu genio te conducirá. Aún

puedes aprender de tierras helenas. Hay semillas allí que fructificarán en el

decurso de tu obra futura. Ve, hijo mío. En todo momento te acompañará

D

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

47

nuestra bendición”.

¡La bendición de los magos le acompañaba!...

De pronto, sintió incrementada su confianza. ¿Qué sino le aguardaba

allí, en la isla que le vio nacer, la de sus primeros recuerdos?.

Después de sus largos viajes, de sus prolongadas estancias en tierra

extranjera, sentíase unido y a la vez ajeno a todo lo personal y externo. El

fenómeno de vivir no tenía para él significado más que como ofrenda a la ley

divina que regía la evolución. Era ya el hijo, el hermano del universo.

Sin embargo, el súbito atisbo de aquel temprano recuerdo de su niñez le

devolvió, en cierto modo, su personalidad anterior.

¿Qué sería de sus padres, de sus parientes y amigos, de sus primeros

maestros?.

Recordó entonces, con extraordinaria lucidez, la imagen de su madre tal

como la viera en la aparición de aquella noche inolvidable de Naucratis.

Luego cerró los ojos y no pensó en nada. Prefería obedecer, como el

viento que hinchaba la vela, a las remotas causas del bien que guía nuestra

existencia. El también, como la nave, era llevado...

Entonces le invadió una ternura honda, sin imágenes, serena e infinita.

Y se afincaba en aquel transfondo, sólidamente cimentado, de su vigorosa

personalidad.

Samos se iba aproximando. La blanca ciudad se reflejaba ya

nítidamente, como miniatura de sí misma, en el agua quieta, en torno a la

bahía azul.

Cuando la nave fenicia replegó velas, próxima al puerto, distinguió

Pitágoras claramente, en la cima del bosquecillo familiar, la fina silueta del

pequeño templo que su padre elevó a Apolo en recuerdo de su viaje a Delfos,

antes de que él naciera.

Nadie sabía su llegada. A nadie reconoció al desembarcar entre la

muchedumbre que se apiñaba en el muelle. Todos lo miraban como a un

extranjero.

Tomó la avenida principal del Agora. Paseó un rato por los pórticos que

velaran sus primeras inquietudes y bajo cuyas arcadas resonó el eco de su

palabra temprana. Luego ascendió por una calle en rampa que conducía a los

aledaños de la parte occidental de la ciudad donde se hallaba emplazada la

morada paterna.

La fachada familiar apareció por fin, algo deteriorada ya, casi oculta por

los cipreses crecidos y las nuevas acacias.

Llamó a la puerta. Una joven esclava le abrió. — ¿Vive aquí Mnesarco,

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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el mercader de joyas? — díjole Pitágoras.

— Extranjero, Mnesarco hace años que murió. Pero está su esposa

Partenis y una hermana suya.

Tenía ese presentimiento. Dominó su emoción al instante. Sin embargo,

su voz temblaba levemente cuando dijo a la esclava:

— Dile a Partenis que está aquí Pitágoras.

Al oír este nombre la muchacha lanzó una exclamación y desapareció

hacia el interior de la casa.

Pitágoras entró tras ella. Atravesó la sala del umbral, el comedor

conocido y al abrir la puerta encristalada que daba al vestíbulo del patio, vio

que corría hacia él, insegura y tambaleante, una anciana con los brazos,

tendidos.

— ¡Madre! — exclamó Pitágoras, adelantando unos pasos. Madre e hijo

se unieron en un gran abrazo.

Partenis ahogaba el llanto, sin decir palabra. Su cuerpo, menguado por

los años, parecía más leve e insignificante, pegado a la recia corpulencia del

hijo maduro.

A las voces de la joven esclava, fueron acudiendo la hermana de su

madre, un poco más joven que ella, los esclavos, los vecinos.

Pitágoras, en posesión de un gran dominio de sí mismo, apartó

suavemente a su madre y la contempló un instante. Fue reconstruyendo

ávidamente aquel semblante marchito, pero todavía noble y hermoso.

A través del velo de las lágrimas recordó, bajo la gran mata del pelo

cano, aquellos hermosos ojos, siempre presentes a su imaginación a cada luna

llena. Nunca había dejado de evocarlos, a lo largo de su peregrinación, con

tierna fidelidad.

Partenis le habló entonces con una dulce y lejana vocecita de niña:

— Hijo mío, sabía que volverías... Sólo yo lo sabía. Nunca dudé de que

volverías. Cuando mi esperanza decaía, el coloquio silente de la luna llena me

renovaba cada vez la fe. Vivía con la esperanza de volverte a ver. No quería

morir sin estrecharte, de nuevo, en mis brazos...

Pitágoras se instaló en su antigua morada llenando el deprimido

ambiente de nueva alegría. Sentía hacia su madre el deber de aquella especie

de renovada infantilidad. Día a día, la veía rejuvenecerse bajo su mirada.

— Precipitaron la muerte de tu padre dos amarguras — le decía su

madre —. Tu ausencia y la creciente tiranía de Polícrates.

Supo que su primer maestro, Hermodamas, vivía aún, viejo ya, solo y

enfermo, perseguido por el tiránico régimen. Lo fue a visitar.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

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— Siento una inmensa alegría de volverte a ver, Pitágoras — le dijo el

pedagogo, con voz débil y opaca. — Pero no debiste volver. Hoy no gobierna

la isla un legislador griego, sino un sátrapa asiático. Polícrates se ha

convertido, por su ambición, en el más cruel de los tiranos. Imperan ahora la

inmoralidad y el vicio entre las clases pudientes y la miseria más espantosa

entre los humildes. El terror ata todas las lenguas. La cultura decae. ¿Qué vas

a hacer en un país donde no hay justicia, ni clemencia, ni libertad?. Hacia

occidente, camino del sol, todavía Grecia conserva sus tradiciones libres...

Aquellas palabras le parecieron a Pitágoras una confirmación del

dictado que le conducía. Parecían un eco de las últimas palabras del anciano

sacerdote de Baal.

Realmente, un hombre de la categoría de Pitágoras, investido

conscientemente de una misión, no podía morar mucho tiempo en una isla

opresa.

Una noche tuvo un sueño decisivo. Soñó que él era un ave blanca. Se

vio planear en el aire, como impulsado por un poder invisible hacia el oeste,

siguiendo al sol. Vióse dejando tras sí la isla de Samos, cada vez más pequeña

desde su creciente altura. En su raudo vuelo sobre un mar de menudas islas,

vióse rozar la tierra ancha del Ida en Creta; luego la península del Peloponeso,

atravesar el istmo de Corinto, bordear el golfo y lanzarse como una flecha por

el mar Jónico en derechura a un ancho golfo de tierras lejanas e ignotas. Una

voz le decía entonces: “Aquí está tu nido”. Y despertó.

Trató de coordinar el significado de aquel sueño. Y decidió seguir la

insinuación del hado.

Antes, empero, quiso llevar a cabo un último intento. Fue a ver a

Polícrates, el viejo tirano. Su semblante se había endurecido como si fuera de

piedra. Lo recibió indiferente. Pitágoras puso en juego ante él su gran poder de

energía y convencimiento para llevarle otra vez por la senda del buen

gobernante, amado de sus súbditos. En un momento de vislumbre, frecuente

en él, le predijo al tirano su trágico fin.

Pero se dio cuenta de la falta de responsabilidad en aquel hombre

representativo y en los que lo rodeaban. El engranaje de aquel pequeño estado,

antes feliz y floreciente, estaba enmohecido. Nada podía hacer.

Le advirtieron de que se preparaban posibles reacciones en su daño.

La idea de la partida se le ofreció entonces como única conjetura.

Inmediatamente pensó en su madre. ¿Qué decisión tomaría?. Su destino,

en aquel momento, le parecía estrechamente vinculado al de ella. Y le habló

así:

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

50

— Deberíamos emigrar, madre. Deberíamos liquidarlo todo, abandonar

esta isla y buscar más propicia morada por las tierras libres de occidente.

— Hijo mío, — repuso con calma Partenis. — ¿Dónde iré yo con mis

años?. Sé que no es este lugar adecuado para ti. No podrías moverte ni actuar

sin convertirte en blanco del odio de los que mandan. Si tu misión es alejarte,

sólo te pido una cosa: que mi amor no te retenga un día...

La anciana pronunció aquellas palabras haciendo un inmenso esfuerzo.

Pitágoras lo comprendió. Y decidió abandonar el hogar y el país

imperceptiblemente, en silencio.

La ocasión no se hizo esperar. Una nave mercante, propiedad de un

antiguo amigo de su padre, zarpaba dentro de poco con mercadería destinada a

Creta. No le fue difícil lograr pasaje.

Embarcó una madrugada de las postrimerías del largo verano jónico.

El viento norteño, el Bóreas, soplaba fuerte a primeras horas del día.

Entonces era preciso un piloto experto para conducir la nave veloz por

entre el dédalo de islotes que afloraban en la superficie del mar Egeo.

Si el periplo de la nave era corto, de una jornada, el Noto, el viento sur,

la empujaba de noche devolviéndola indefectiblemente, en dirección opuesta,

al puerto de origen.

Cuando la ruta se prolongaba varias jornadas en dirección sur, era

preciso, al fenecer el día, oponerse a fuerza de remos al impulso del viento

contrario.

De este modo, al cabo de varios días de feliz navegación, arribó el navío

en que viajaba Pitágoras al antiguo puerto de Gnosos, capital de la gran isla de

Creta.

El aire salubre, la tradicional bonhomía de los cretenses, su riqueza,

temperada por una justiciera legislación, que a todos los ciudadanos favorecía,

su orden confiado, reconfortaron material y espiritualmente a Pitágoras.

Por una de estas curiosas disposiciones del buen hado que tan

ostensiblemente actúa para ciertas almas formadas, especialmente en el

decurso de los viajes, hizo allí en seguida amistad con Epiménides, poeta y

sacerdote, a la sazón mentor espiritual de la isla.

Bajo su guía y protección, le fueron abiertas, como iniciado, las puertas

secretas del famoso ádito subterráneo de Zeus, y conoció sus severos

Misterios.

Ascendió al Monte Ida y los dáctilos, los sacerdotes danzantes idanos,

le dieron a conocer sus ritos rítmicos catárticos, la música y los himnos, así

como los aromas consagrados, como la famoso planta cretense dictina, que

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

51

ejercía su trascendente influjo sobre los centros nerviosos y ocultos de los

presentes. También conoció allí el mecanismo y el entrenamiento de las

purificaciones cíclicas que él adoptaría más tarde en su sistema de pedagogía

integral, en el Instituto de Crotona.

De labios del anciano aprendió Pitágoras las sabias leyes de Minos, su

antiguo rey, famoso legislador y padre de la organización social de los estados

griegos.

En las misiones sacerdotales del anciano, pudo comprobar Pitágoras el

poder actuante de la virtud cuando se une a un profundo conocimiento y

dominio de las leyes ocultas de la naturaleza.

Vio por sí mismo aquellos hechos que la fama le atribuía: el ejercicio de

su voluntad sobre los elementos desviando el curso de las tempestades,

impetrando con éxito las lluvias en tiempo de sequía, purificando lugares,

cortando epidemias, sanando enfermos y sobre todo, derramando a manos

llenas, a todas horas, el influjo benéfico de su magnetismo personal.

El estudio de la legislación cretense despertó el máximo interés en

Pitágoras. Llevaba, como una herida en el alma, el reciente ejemplo del cruel

desgobierno de Samos. Por ello ansiaba llegar a las causas esenciales del buen

gobernar y buscaba afanosamente el enlace, las concomitancias de aquellas

justicieras leyes del divinizado monarca isleño con las prácticas de la

purificación y la cultura de los gobernados.

Llegó a la conclusión de que, sin el fundamento de una bien asentada

moralidad, sin una línea espiritual prefijada y sin la voluntaria aceptación de

sus beneficios, no podía haber auténtico ejercicio legislativo.

Decidido a llegar a una completa experiencia práctica y a ampliar sus

conocimientos en tal sentido, surcó de nuevo el mar rumbo al continente.

Al doblar la curva de la costa occidental de la isla de Citera, rica en

pinares y rosaledas, aparecía, profundo y cerrado por la pinza de dos recios

acantilados, el golfo de Laconia, al sur del Peloponeso.

Desde Cidón, lugar donde desembarcó Pitágoras, se dirigió, como en

cumplimiento de un rito tradicional, a la verde y cercana desembocadura del

Eurotas a cuyas aguas debía el pueblo espartano, según antigua fama, el

temple y la fortaleza.

Se zambulló en sus ondas frescas y luego remontó el curso del río por

sus bien cultivadas riberas hasta llegar a Esparta, la capital de la Laconia, que

daba la gente más dura y disciplinada de toda Grecia.

Alzábase la limpia ciudad en un inmenso valle, a la vera del río, y a la

sombra de la alta cordillera que presidía el Taigeto, de nevada cima.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

52

La “honda Lacedemonia” era famosa por su severa legislación, desde la

justiciera regencia de Licurgo.

Las leyes de Minos se habían hecho más viriles al enraizarse en el suelo

duro y ferruginoso de Esparta.

Allí encontró Pitágoras la mayor igualdad en las clases sociales. Todo

hombre poseía la formación guerrera. Todo tendía a alejar a sus habitantes de

la molicie y el afeminamiento. Licurgo quiso una raza sana, vigorosa y

resistente. Y para lograrlo, hizo obligatorio el más duro entrenamiento de la

juventud, tanto hombres como mujeres.

Nunca había contemplado Pitágoras doncellas como las espartanas. Casi

desnudas, pero castas, de carnes ceñidas y ágiles músculos, doradas por el sol,

templadas por los elementos, alegres y sanas de cuerpo y de espíritu, eran las

ideales progenitoras de aquellos varones fuertes, invencibles, de tan alabado

tesón y resistencia.

Licurgo hizo de los espartanos más destacados, cualquiera fuese su

cuna, una oligarquía de aristócratas. Parceló el país en porciones iguales.

Obligó a celebrar las comidas en común. La riqueza se hallaba

equitativamente repartida. El trabajo tenía preeminencia ante la ociosidad y el

lujo. El estado intervenía en todo, pero cada ciudadano tenía conciencia de que

participaba en el gobierno.

Con su fino instinto de catador de ambientes, pudo valorar Pitágoras los

elementos cualitativos de aquella organización, acaso excesivamente rigurosa

y unifacética, que daba preeminencia a la disciplina y a la formación militar

común, pero que ofrecía posibilidades de adaptación magníficas en un ensayo

de estado ideal bajo altas directrices pedagógicas, que se iba perfilando en su

mente de noble y audaz creador. De Esparta, le admiró, sobre todo, el fruto

moral del método de gobierno, el fraterno clima colectivo, la sobriedad, rica

en valores internos y el estoicismo de sus habitantes.

Eran un ejemplo, el de los espartanos, único en la historia. A los ojos

sagaces de Pitágoras aparecían sin embargo aquellas grandes virtudes como un

arma de dos filos. Calibró hasta dónde se puede llegar con el hábito de una

selección racial, una férrea disciplina y el encauzamiento del esfuerzo

colectivo. Pero también lo que tiene ello de posible contención de los valores

espirituales, de todo cuanto nace de la contemplación de un clima de belleza y

de amplitud mental libremente asimilado.

Su naturaleza de jonio, soñador y dulce, le permitían considerar como

espectador las características de aquel pueblo admirable y redondearlas y

pulirlas con un alto y completo criterio de iniciado.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

53

Antes de abandonar el Peloponeso visitó Pitágoras en Flios a uno de sus

más notorios monarcas, Leontes, quien al conocer su gran interés por los

sabios temas, acogió a Pitágoras como a un huésped de honor.

El ilustre samio halló en aquella alma condiciones propicias para la

expansión de sus elevadas teorías. Departió con él a propósito de profundas

verdades, de su concepto del hombre y de la vida, aprendidos a través de

largas experiencias y profundas meditaciones.

El interés de Leontes crecía ante la elocuencia de su interlocutor.

— Pocas veces depara la vida el honor de hospedar a un sabio como tú

— díjole, admirado.

— Yo no soy sabio, sino sólo “amante de la sabiduría”. Llámame, pues,

filósofo — replicó Pitágoras.

— Nunca había oído semejante palabra — contestó con súbito

entusiasmo el rey. — En verdad que con esta nueva definición sumas al

conocimiento posible de la sabiduría, la gran virtud de la humildad. Muchos

he conocido que se llamaban a sí mismos sabios. Pero nunca a nadie que, con

tales conocimientos, se diera la simple y bella denominación de enamorado de

la sabiduría. Con ello, abres sin duda nuevas posibilidades a la investigación

del hombre y del universo.

Su ansia de aprender, llevó a Pitágoras a través de la idílica Arcadia, de

valles tiernos y floridas praderas, propicias al pastoreo. Allí, entre bosques,

naranjos y limoneros, rodeado de inmensos rebaños de vacas y de ovejas que

pacían al son de las flautas armoniosas de los pastores, su oído se dulcificó.

Aprendió los misterios melódicos de la siringa, la flauta de Pan, que imitaba la

música de la naturaleza. La placentera sencillez de los arcadios halló suave

eco en su alma de soñador y de poeta.

Continuó su viaje hacia el norte en carros tirados por yuntas de bueyes,

y llegó a Corinto, la ciudad que presidía la entrada del istmo del Peloponeso.

De allí pasó a Eleusis, donde se hallaba emplazado el famoso santuario

consagrado a las dos grandes diosas Demeter y Perséfona.

La hermandad que regía tradicionalmente el templo y ordenaba los

Misterios, la familia de los Eumólpidas, recibió en su seno a Pitágoras merced

a sus probados merecimientos. Allí conoció la trama secreta de las pruebas y

rituales cósmicos y naturales, las esencias del mito profundo de las dos diosas,

interpretado según las claves iniciáticas. Conoció también el revestimiento

espectacular de los misterios menores adaptados a la comprensión popular.

Era el mes de Boedromion, la época de las cosechas.

La belleza de los festejos religiosos que entonces tenían lugar en el gran

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

54

escenario del Telesterión prendió en el alma de Pitágoras. Aquel lenguaje de

didáctica espiritual era el más adecuado a la naturaleza de los áticos, los más

finos entre todos los helenos. Allí se convenció el filósofo samio de la gran

palanca que representaba la espectacularización de una leyenda de trasfondo

tan humano y simbólico como era el drama de la madre que perdía a su hija.

Más allá de su significado trascendental y cósmico, la receptividad de los

espectadores se abría así a las grandes verdades a través de la plasmación

colectiva del elemento emotivo.

Una senda de cipreses enlazaba a Eleusis con Atenas. Por ella anduvo

Pitágoras para conocer las instituciones del pueblo más culto y refinado de

Grecia.

Su estancia coincidía con la celebración máxima de los atenienses: las

Panateneas. Toda la ciudad se agitaba en preparativos con miras a la

apoteósica celebración. Llegaban a la urbe múltiples extranjeros para

presenciarla.

Llegado el día de la gran procesión, Pitágoras pudo contemplar el alarde

de organización, el fasto y la belleza de aquella colectiva ascensión a la

Acrópolis donde se hallaba el santuario de Atenea, la diosa de la sabiduría,

protectora de la ciudad.

Precedían propiamente a la procesión los delegados de todas las

instituciones públicas a cuyo frente se hallaban los arcontes, con sus fastuosas

vestiduras de gala. Seguían luego los más hermosos ancianos electos. Tras

ellos, la comitiva gentil de las canéforas, las bellas doncellas ofrendadoras de

presentes con sus canastas doradas sobre la cabeza; los representantes de las

ciudades aliadas portadores de vasos y objetos de oro y plata cincelados; los

atletas con sus brillantes indumentos a pie, a caballo o montados en sus

cuadrigas. Y escoltada por los mejores guerreros, la galera sagrada sobre

ruedas en cuyo mástil lucía el nuevo velo que las vírgenes del Erecteo habían

bordado para la diosa. A la sagrada carroza seguía el pueblo, muchos de cuyos

jóvenes llevaban disfraces de faunos y de ninfas y danzaban al son de sus

instrumentos.

Pitágoras contempló admirado aquella nutrida manifestación pública

que era una síntesis de las mayores excelencias de los atenienses. Y pudo

comprobar cumplidamente el gran poder que tenía el fomento entre el pueblo,

del sentimiento sagrado de la belleza y sus alcances posibles.

Estudió Pitágoras en los días que siguieron, las costumbres y las

instituciones de cultura. Frecuentó el teatro, los templos, los gimnasios, los

baños públicos, el museo, el ágora. Departió con buen número de hombres

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

55

representativos. Estudió las leyes de Solón que regían la ciudad y que se

hallaban expuestas al pueblo en la Acrópolis grabadas en columnas giratorias.

Y admiró al gran estadista ateniense que obligó a que todos los ciudadanos

tuvieran un oficio, elevando así el trabajo a primer credo público.

El conocimiento de Atenas representaba para Pitágoras el mayor acicate

entre todas las experiencias de aquel viaje. La culta capital del Ática era como

la maestra que cincelaba el bloque en desbaste ya de su labor futura.

Del Ática, el bello país de las anchas riberas, pasó Pitágoras a Beocia y

bordeando el golfo de Corinto, llegó a la Fócida. Allí hizo hasta Delfos el

viaje en común con dos diputados áticos que iban al Concejo de las

Anfictionías, la gran institución político-religiosa de Grecia.

Durante el resto del trayecto, que hicieron en ligeros carros tirados por

ágiles corceles, pudo informarse el filósofo profusamente del funcionamiento

de aquel sin par organismo administrativo.

Eran las Anfictionías una confederación de estados y constituían el

estrecho nudo de la unidad griega.

Dos veces al año, en primavera y en otoño, cada estado de la

confederación enviaba a Delfos dos anfictiones o diputados elegidos entre los

mejores ciudadanos. En la liga anfictiónica se planteaban, debatían y

aprobaban toda índole de asuntos de interés patrio, desde las mejoras públicas

y los asuntos de equilibrio económico, hasta las bases éticas y culturales del

país. Allí se establecían las relaciones políticas y comerciales, de común

acuerdo, con todo el mundo. El auge, la frondosidad de la civilización griega,

tenía por raíz aquella tradicional institución vinculada a la común fe religiosa.

Su gran prestigio provenía de que sus reuniones se celebraban en el recinto del

santuario de Delfos que era, para todos los helenos, el corazón del mundo.

Bajo la protectora cercanía del dios de la luz, la inteligencia de los

hombres dispuestos al mejor servicio de la comunidad, se iluminaba. Los

reglamentos de los anfictiones eran sagrados como sus votos. Era general

creencia de que en sus trabajos y acuerdos, intervenía la divinidad.

Después de asistir como espectador a una de las asambleas

anfictiónicas, visitó Pitágoras a la comunidad sacerdotal del templo de Apolo.

Allí, Temistoclea, la famosa pitia deifica, lo acompañó como guía espiritual en

su peregrinación interna y le confirió el más alto galardón concedido a los

iniciados solares. Debido a su categoría, se abrieron para él los secretos del

santuario y le fue revelada la esencia esotérica de la doctrina. Puso él su

interés en conocer el simbolismo de los ritos, la naturaleza de las pitias, el

mecanismo de los oráculos y, especialmente, las fórmulas de interpretación

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

56

que le fueron confiadas.

Antes de despedirse, hizo Pitágoras renovada ofrenda íntima al dios a

cuyo servicio habían puesto sus padres su anunciada existencia. En la bella

imagen de Apolo, reverenció al cósmico sol oculto, el animador de todas las

religiones conocidas.

Aquel dios genérico de los helenos era el demiurgo, el mismo que vio

adorar en Egipto con el nombre de Osiris, en la India con el de Krishna, en

Persia con el de Ormuzd, en Caldea como Baal, en Fenicia como Anu.

Al salir del templo tomó al azar una de las rutas que conducían al monte

Parnaso, todo cubierto de olivos, de laureles y de mirtos en flor.

Al pie de una gruta velada de enredaderas se puso a soñar,

recapitulando la suma de sus recientes experiencias.

La última lección de su vida había intensificado en él al artista que

llevaba dentro. Atenas y Delfos y por último, aquel dulce remanso en el bello

solar de las Musas, llenaban su solitaria meditación como de ecos musicales y

de visiones resplandecientes. Formas y sonidos convergían en la síntesis

experimental de su alma como ofreciéndose a su poder de evocación y de

plasmación. Se sentía extrañamente, armoniosamente asistido. ¿Le rondaban

acaso las Musas creadoras?. El, hombre de fe, sabía que era un instrumento de

fuerzas superiores más conscientes.

Y confió más que nunca en su destino...

La tarde declinaba cuando se puso de nuevo en camino por la ladera

occidental de la montaña.

Unos pastores conducían sus rebaños al redil al son melodioso de sus

flautas.

Se detuvo y contempló el horizonte. Se ponía el sol. Una gran paz se

extendía sobre el mundo.

¿Dónde le conduciría ahora el dios de la luz?. ¿Hacia dónde dirigiría el

vuelo el ave agorera de su sueño?.

Debía seguir la ruta predestinada; la del sol. Siguió andando al azar por

las veredas occidentales de la montaña.

A las últimas luces del día, contempló la soberbia perspectiva del largo

canal que cerraba el golfo de Corinto y a lo lejos, el mar Jónico, ancho e

inmóvil, de un rosa metálico, como una plancha de cobre bruñido por las

nubes grana del poniente.

Al final del golfo, del etoliano puerto de Calidón, salían las naves hacia

la Magna Grecia.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

57

VI.- EL INSTITUTO PITAGÓRICO

Sibaris — Crotona — La Primera Siembra — El juicio —

Defensa de Pitágoras — El Montecillo de las Musas —

Erección del Edificio Escuela — Los Primeros Pitagóricos.

e todas las colonias griegas de occidente, era Sibaris el más

codiciado mercado de la Grecia metropolitana.

El lujo más desenfrenado imperaba en la urbe italiota de la Magna

Grecia cuando Pitágoras descendió del navío y puso pie en los atiborrados

muelles de la ciudad.

La vida fácil, el gobierno tolerante y democrático, la fertilidad del suelo,

la prosperidad de todas las fuentes naturales de riqueza y, sobre todo, la

afluencia de extranjeros ricos atraídos allí por la placidez y benignidad del

clima, coadyuvaron a fomentar la molicie y el vicio.

Se advertía en las gentes esa elegante condescendencia que justifica

todo desenfreno. Y como corolario de la laxitud propia de la hartura, un

escepticismo creciente. La religión era relegada a sus formas más

superficiales. El materialismo imperaba.

Pitágoras no podía adaptarse a aquel ambiente impuro. Trató por todos

los medios de analizar, a través de su percepción más sutil, las posibilidades

de reacción del medio a su alta doctrina. Y llegó a la conclusión de que toda

semilla caería en terreno estéril.

Decidió seguir su peregrinaje bordeando el litoral del sur de la

floreciente península itálica.

Llegó a Crotona, la urbe más próxima, pareja a Sibaris en importancia y

riqueza.

El golfo de Tarento dibujaba, con sus playas de oro, una amplia curva

precisa sobre el azul profundo del mar Jónico.

El cabo Laciniano, próximo a Crotona, resguardaba a la ciudad de las

tormentas marinas. Todo era apacible allí; el aire, el mar, el carácter de las

gentes.

Las tierras verdes, bien regadas por canales y riachuelos, ofrecían

cultivos ubérrimos. El suelo se hallaba bien repartido entre los crotoniotas. La

hermosura de los paisajes, las necesidades colmadas y el buen gobierno,

D

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

58

contribuían a la bondadosa índole de sus habitantes.

Pitágoras pensó que no era en vano la fama que pregonaba que el último

de los crotoniotas era el mejor de los griegos.

Su tradicional hospitalidad y sus virtudes naturales captaron desde el

instante de la llegada, la voluntad de Pitágoras.

Si bien iba cundiendo allí el ejemplo de los sibaritas, la afición al lujo y

a la molicie, los habitantes de Crotona eran más sencillos y más puros que

aquéllos y sentían inclinación natural por las cosas del espíritu.

Pitágoras percibió claramente que era aquél el ambiente propicio a la

expansión de su doctrina.

El emplazamiento y hermosura de la ciudad le cautivaron. Doquiera

hallaba Pitágoras caras risueñas y amables ofrecimientos. El aire salobre le

llenaba de vitalidad y de optimismo.

Decidió instalarse en Crotona. ¡Por fin el ave blanca de los altos

destinos había hallado el nido de sus sueños!.

Se mezcló entre todos los estamentos sociales y sembró en ellos a boleo

sus enseñanzas. En todas partes eran bien recibidas.

Poseía Pitágoras sobresalientemente las cualidades que más admiraban

los crotoniotas: la hermosura, el talento y la sencillez unidas a una

extraordinaria simpatía.

Cautivaba con su don de gentes. Fue pronto atraído, por sus raras dotes

oratorias, en los medios intelectuales y rectores. Su prestigio crecía día a día.

Entonces pensó en dar forma concreta a la suma de experiencias de su

pasado y al plan formulado para adaptarlas a la idiosincrasia helena. Era

llegada la hora de intentarlo.

Un día reunió a las mujeres en el templo de Hera Lacinia, que se alzaba

en la punta del acantilado próximo, a la vera del mar.

Inspirado por el genio de su misión, habló a las crotoniotas de la

necesidad de que abandonaran el nefasto ejemplo de las sibaritas. Díjoles que

la belleza verdadera dimanaba de la pureza y de la sencillez. Que la elegancia

reposaba en la armonía de todas las cualidades desenvueltas y apropiadamente

aplicadas. Que el mayor atractivo de la mujer era su bondad unida al cultivo

de su inteligencia. Despertó al numeroso auditorio femenino el ansia ferviente

de regeneración a través de un lenguaje cálido y convincente y las persuadió

de las ventajas del estudio y del trabajo, fuentes de sana alegría, alejándolas

así de la vagancia, madre de todos los vicios. Con gran elocuencia, las

responsabilizó de la alta misión de la mujer en la sociedad, especialmente a

través de la maternidad consciente. Por fin, las instó a la renuncia de tanto

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

59

adorno superfluo a trueque de las más valiosas galas del espíritu.

Las mujeres escuchaban con religiosidad y creciente interés a aquel

original predicador que desvelaba ante sus ojos con inusitado colorido, el

panorama de una nueva vida más completa, más feliz y hermosa.

Ganadas por los postulados pitagóricos, hicieron allí mismo,

colectivamente, ofrenda de sus joyas a la diosa. Y prometieron a Pitágoras su

ayuda para toda obra en que tratara de poner en práctica los ideales expuestos.

Prosiguiendo la línea trazada, reunió otro día a los hombres en el templo

de Apolo. E invocando la luz de la inteligencia al dios solar, les instó, con

verbo viril, entusiasta y vibrante, a que abandonaran las tentaciones

materiales, a que se apartaran de la crápula, de la vida muelle y vana, de la

codicia y del afán de atesorar riquezas en detrimento del equilibrio social y del

bienestar de sus conciudadanos. Hizo un llamamiento a la generosidad en

todas sus formas. Les aconsejó la práctica de los principios morales y

religiosos pero en forma racional e inteligente. Estimuló en ellos el ansia de

instruirse y al mismo tiempo, de practicar los métodos de una cultura física

integral basada en el acrecentamiento de la fuerza, de la resistencia y de la

belleza. Y por encima de todas estas consecuciones, les aconsejó el

desenvolvimiento de las facultades espirituales.

Desde entonces, el prestigio de Pitágoras creció de tal modo que,

dondequiera que se hallara, iban a su encuentro gentes de todas las categorías

para solicitar su orientación o para recabar su consejo y ayuda.

Esta fe general que iba despertando, aumentaba en su persona el

magnetismo radiante que poseía ya en tan gran medida. Un halo de simpatía y

de confianza le rodeaba. Era ya el ídolo de Crotona, el mentor de elección

espontánea, popular e indiscutible.

No dejaba esto de inquietar a los gobernantes y a los sacerdotes quienes,

desde la aparición de Pitágoras, sentían en cierto modo menoscabada su

representación, menguada su autoridad.

Llegaron algunos a atribuir a aquel extranjero que irrumpía de tal

manera en la vida pública, aviesas intenciones. Podía ser un ambicioso de

poder que enmascaraba sus propósitos con apariencias filantrópicas.

Y acordaron pedirle cuenta pública de sus intenciones.

El solo anuncio de este acontecimiento soliviantó los ánimos de los

ciudadanos que tantos beneficios allegaban de él.

Todo el pueblo de Crotona acudió a la interpelación del sabio jonio.

Llegado el día anunciado, compareció Pitágoras ante la tribuna en que

se hallaban representados todos los organismos de gobierno de la ciudad.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

60

Seguro de sí mismo, sonriente y sereno, confiado en el alto poder en

cuyo nombre obraba, esperó a que le interpelaran.

Cuando se hizo el silencio, el primer magistrado se levantó y dijo,

dirigiéndose a Pitágoras:

— El concejo que regenta esta ciudad y su sacerdocio, cuyos

organismos en este instante represento, se ve precisado a pedirte detallada

cuenta de tu proceder. ¿Qué te propones con tus reuniones y tus prédicas a la

juventud de Crotona?. ¿Qué fin persigues?.

Pitágoras respondió con su misma sencillez, concisión y seguridad

proverbiales, dirigiéndose, ora a sus jueces, ora a la excitada multitud

congregada:

— Erráis vosotros, investidos de cargos rectores, si suponéis que intento

socavar vuestra autoridad irrumpiendo en vuestras funciones de legítimo

gobierno. No ambiciono cargos, no deseo suplantar a nadie, sino llenar mis

deberes de ciudadano del mundo.

Si sois capaces de velar en verdad por los crotoniotas, ¿Qué hacéis para

impedir el descenso de la moralidad, pública, el auge de la degeneración, de la

enfermedad, del egoísmo en las clases pudientes, de la miseria en las

humildes?. Y vosotros, intérpretes de la divinidad — continuó señalando a los

sacerdotes — ¿Qué hacéis para ganar almas a la práctica de la virtud,

alejándolas del vicio creciente, de la irresponsabilidad, del escepticismo y de

la mala fe?. ¿Qué positivo bien hacéis a vuestros fieles?.

El pueblo me pide a mí porque todos vosotros sois incapaces de

responderle.

Pitágoras se iba convirtiendo de interpelado en interpelante. Su dominio

de la dialéctica le permitía usar el tono adecuado de la voz, el ademán preciso

y la frase justa que el momento requería.

Tuvo conciencia de que era llegado el momento decisivo. Y,

dirigiéndose al público que le escuchaba de pie, pendiente de su palabra, dijo:

— ¿Tienes algo que aducir en contra de mi conducta, pueblo de

Crotona?.

La multitud prorrumpió entonces en gritos y exclamaciones en favor de

Pitágoras manifestándose de manera creciente contra los jueces.

Estos, preocupados, deliberaron entre sí mientras el murmullo de la

multitud seguía.

Pitágoras, inmóvil, en actitud digna y serena, esperaba el resultado de

las deliberaciones.

Por fin, el primer magistrado se levantó y dijo con voz un tanto

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

61

insegura:

— ¿Qué remedios propones para estos males de nuestra sociedad que

has puesto de manifiesto?. Los aquí reunidos te invitamos amistosamente a

que lo hagas.

— Ante todo, la conveniente educación de la juventud. No basta que los

padres cuiden tiernamente de sus hijos en la infancia. No basta que el estado

les procure la primera enseñanza y haga obligatorios los ejercicios del

gimnasio. No basta que más tarde se dé a los hombres los cursos de

entrenamiento militar. En la hora crítica de la mocedad, cuando las pasiones

aparecen y la inteligencia creadora se despierta, cuando es más necesario el

cuidado y más difícil la formación integral de las jóvenes generaciones, tanto

los padres como el estado se desentienden de ellos y los abandonan, no a su

libre albedrío, que debe ser el resultado del orden interno y externo, sino al

libertinaje, aliado siempre de la inconciencia. Asistid como simples

ciudadanos a la plaza pública, asomaos a los hogares y veréis los resultados.

Entonces se levantó uno de los sacerdotes y con voz conmovida,

conciliadora y amable, dijo:

— Reconozco en ti a un enviado de los dioses. Pido al tribunal que

deponga al instante sus fueros y que, como simples ciudadanos, oigamos a

este hombre que ha venido a Crotona a enseñarnos a todos.

Acto seguido hizo uso de la palabra el magistrado y dijo:

— Extranjero, desde este momento te otorgamos la ciudadanía en

nuestro país. En virtud de ello, te rogamos que expongas libremente tus ideas.

Si son dignas de atención y ayuda, sumaremos todos nuestros esfuerzos para

llevarlas a buen término.

Hacía rato que Pitágoras esperaba aquella advenida coyuntura que tan

bien servía a sus propósitos.

Entonces, con tono dulce y a la vez enérgico y persuasivo, haciendo

gala de sus mejores dotes de orador, habló largamente a la sumada

concurrencia.

Bajo el hechizo de su perfecta oratoria se fueron descorriendo a la vista

interna de todos los presentes, sus panoramas iluminados.

Les habló de la posibilidad de erigir para el pueblo de Crotona y para

los que en él desearan acogerse, una Escuela-Internado de la que saldrían los

mejores hombres y mujeres de Grecia. En esta Institución ideal, se llevarían a

la práctica sus planes pedagógicos y sus doctrinas aprendidas y cimentadas a

través de muchos años de pruebas, de estudios, de viajes y de estancias entre

los más sabios y selectos núcleos humanos del mundo.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

62

Díjoles que era llegado el momento de la misión espiritual de Grecia.

Ella debía, en el porvenir, dar las normas a todo el occidente. Los más altos y

democráticos predicados sociales que la metrópoli y las colonias poseían,

debían enriquecerse con la más elevada aportación espiritual ofrecida a todos

aquellos que fueran capaces de asimilarla, practicarla y difundirla.

Era necesario crear en Grecia una autoselección de ciudadanos, (que

constituirían la auténtica clase rectora de la nación), agrupando a los hombres

y mujeres mejores.

La democracia no tiene valor — dijo por fin — si no anteponemos a

todas nuestras leyes la ley superior, la divina, y a ella no ajustamos los

preceptos prácticos de la vida integral. Hay que formar la verdadera

aristocracia de las almas. Sin adecuada levadura, no puede levantarse la masa

de la sociedad. Es, pues, necesario crear esta levadura humana educando

convenientemente a la juventud bien dotada.

Los dioses han elegido este lugar para ensayo de esta sociedad ideal.

Por su clima, por su ambiente, por la buena disposición de sus habitantes,

cábele a este país la primogenitura de la elección. Sepamos todos hacer honor

a la ofrenda de la divinidad al pueblo de Crotona.

En el auditorio, suspenso de la palabra del maestro jonio, iba creciendo

el entusiasmo. Su capacidad dialéctica, unida a la fuerza de su espiritualidad y

a su magnetismo radiante, lograron cumplidamente el objetivo apetecido. Se

afincaba cada vez más en el ánimo de todos la realidad de la obra entrevista y

sentían el ansia ferviente de colaborar en ella.

Como inmediato resultado a su peroración, los fondos comunales de la

ciudad abrieron sus arcas repletas para la construcción del gran Instituto

Pitagórico.

Todos los ciudadanos, sin distinción de clases, aportarían su esfuerzo

voluntario a aquella empresa de beneficio común.

A los pocos días, toda Crotona centralizaba su afán en competir el

alcance de sus dádivas en la fábrica que se estaba cimentando, puestas sus

esperanzas en la obra magnífica que debía anclar su ejemplo en lo hondo de

los venideros siglos.

Entre la alta comba saliente que formaba la punta del cabo Laciniano y

la ciudad de Crotona, se alzaba una suave colina toda cubierta de olivos y

cipreses.

Era un lugar tranquilo y risueño, al abrigo de los vientos. Un cielo

sereno y transparente lo cubría. Por su belleza, la tradición había consagrado

aquel lugar a las Musas.

Josefina Maynadé – La Vida Serena de Pitágoras

63

Por ello fue cedido para la fundación del templo y del recinto

pitagórico.

Había pasado mucho tiempo ya de aquella agitada reunión que derivó

en el formal planteamiento de la obra, ahora concluida.

En la cima de la colina se alzaba ya, espacioso y magnífico, con sus

elegantes líneas de arquitectura jónica, el edificio que debía albergar a la

mejor juventud de Crotona.

Hasta entonces, incansablemente, con una fe y un tesón admirable que

renovaba día a día la presencia de Pitágoras, se relevaron en el trabajo,

mancomunadamente, técnicos y operarios constructores, artistas estatuarios y

ciudadanos que en gran número se fueron turnando voluntariamente en el

trabajo de erección del edificio destinado a Instituto.

Desde la playa, un poco hacia el interior, se ascendía, a través de

umbrosas rampas arboladas, a una plazoleta rodeada de mirtos y de rosaledas

y de cuyo alto muro frontal brotaba una fuente de siete caños. Esta, pródiga

fuente perpetua, alimentaba un estanque semicircular bordeado de delfines de

mármol.

Adosados a ambos extremos del muro se hallaban dos amplios tramos

de escalinatas que daban acceso a las altiplanicies de los jardines próximos a

la terraza que rodeaba el edificio.

Desde este amplio mirador de la cima se oteaba un panorama

incomparable.

En frente, el mar, siempre tranquilo, dibujaba la dilatada curva del golfo

de Tarento.

A un lado, en el saliente del acantilado, se levantaba el templo de Hera

Lacinia, cuyo esbelto peristilo perfilaba el albor de sus columnas sobre el azul

profundo de las aguas.

Al otro, en la parte baja, junto a la playa de dorada arena, se extendía la

ciudad de Crotona, con su puerto siempre repleto de esbeltas naves,

semejantes a aves posadas, con sus avenidas de árboles, sus parques, sus